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Santatierra

Y Luego…

Por Alvargonzález; 2 de agosto de 1997

El tiempodeaguas de nuevo ha pin­tado de verde al campo, y si comienzo así nuestra conversa, hoy, es simple­mente porque me amparo en el dere­cho inalienable que tenemos a la cursilería: verde el campo teñido por el tiempodeaguas. ¿Lo has visto? ¿A poco no te llama la atención?

Con mis 605 meses de vida cumpli­dos, ya tengo también otro derecho: a pialarme con mis recuerdos. No sé por qué la otra tarde, en medio de lluvia campestre, empecé a hilvanar mental­mente los díasdecampo de mi niñez y adolescencia; no sé tampoco por qué esas lluvias vespertinas, lejos del pavimento urbano, tienen la virtud de en­gendrar pensamientos insospechados. Con decirte que hasta tuve la ocurren­cia de algún día ponerme a escribir un libro apto para ser leído sólo en tiem­podeaguas y oyendo la lluvia traqueteante bajo un alero de tejas. Pero esa extraña intención aparte, creo que de alguna forma nos parecemos al haber disfrutado alguna vez de un buen día de campo.

Mis díasdecampo remotos tuvieron una dimensión insospechada. No sé por qué la heroica abuela Lola acep­taba la difícil encomienda de hacerse cargo de mí y de mi hermano en los meses vacacionales, y allá en un Zapo­tlán muy distante de Guadalajara. Y no es que haya habido más o menos kilómetros entre ambas poblaciones, pero la recién trazada carretera vinculaba dos realidades absolutamente distintas: la urbana y la rural. La pomposamente llamada Ciudad Guzmán, era no otra cosa que un pueblo apacible dedicado fundamentalmente al laborío sustan­cial y sustantivo. ¿Imaginabas que el verbo “laborar” no es sino una derivación del hecho de “labrar” la tierra? Y eso era el Zapotlán que conocí en mis extensos díasdecampo infantiles y de adolescencia: una puebla amable de la­bradores o de agricultores, ¿prefieres llamarles así?

Fueron en esas repetidas tempora­das vacacionales en las que percibí la rudeza exquisita de hacer fructificar la tierra y la apuesta no exenta de riesgos al tiempodeaguas: si las lluvias vienen bien, en proporción correcta, la cosecha se logra. Si el temporal es ralo o se pasa en cucharadas, todo el esfuerzo y la inversión ¡paf! Apuesta macha y sudorosa.

Desde antes del alba, con el itacate que nos hacía la abuela, partíamos al potrero milpero. Al tiempo en que iniciábamos nuestras vacaciones, ya la milpa estaba a punto de escarda, y muy temprano con el sol apenas saliendo, era cosa de seguir al arado para levantar las matas caídas e ir quitando el zacate, además de arrimarles tierra con los pies a las plantas. De cabezal a cabezal, aquellos surcos me parecían kilométricos, pues era cosa de ir encorvado. Por allí como a las diez, el almuerzo, y luego seguir y seguir y seguir, surco, surco y surco para ganarle tiempo a las lluvias vespertinas. A las cuatro o cinco, de regreso al pueblo para llegar pardeando a un Zapotlán en donde una especie de luz eléctrica tenue, funcionaba durante un par de horas.

La escarda, la segunda y el acabo. ¿Te acuerdas de aquello del “quien no asegunda…”? Eso es, ya con la milpa más crecida, de nuevo desenzacatar; una especie de ayuda final para que los jilotes se conviertan en buenas mazorcas. Poco después ¡la fiesta del acabo! Cohetes, ponche, birria, música, todo un ritual que ahora lo veo como un himno de esperanza; como un decir “ya hice todo lo que podía, y lo que sigue…”. Ya no quedaba sino ir a ver el maizal, esperar que no cayera una “culebra” en el llano –¿tornado?–, que no granizara, que… Esperar.

El santo-campo mexicano. ¡Tragedia! Hace todavía dos o tres generaciones, el labrador era parte inherente de todos los habitantes de la rudapatria. Todo mundo, hasta bien poco hace, podía trazar su hilván personal como la tierra fosca y feroz. Y de pronto, el ser agrario fundamental, se evaporó; lo extraviamos, y en ese extravió mucho vamos perdiendo. Y más perderemos.

El año pasado tuve la gran oportunidad de que mi amigo Genaro me invitara a su pueblo: Huejuquilla. Tal vez sería irrelevante si además de poder verificar el proceso de desertificación humana –“¡vámonos pa’l norte!”–, no hubiera escuchado al juglar ciego del pueblo, archivo cantante de recuerdos, hechos corridos. Olvídate del corrido completo de Benjamín Argumedo, al que mataron en la Hacienda de los Landa; olvídate del paso de villistas y carranclanes, y todos los corridos revolucionarios. Uno, en especial, me llamó la atención: “El Maiz Amarillo”, así, sin acento, y narrante de que en los cincuentas apareció en aquellas lejanías eso: un maíz de insólito color amarillo que inspiró al compositor a hacer una cronología del hecho.

¡Los híbridos llegaron a la tierruca nuestra! Ya me dirás que los historiadores de posgrado y sociólogos de 12 becas, tienen datos investigativos más relevantes como para ocuparse de un arrinconado corrido. ¡Vaya que Huejuquilla fue un rincón olvidado! Para mí, amante de afirmaciones sin mucho fundamento, me parece que ese hecho marca un punto de arranque. ¿De qué? Del extravió de la vocación agrícola colectiva.

Al par con unas milpas gigantescas, con la nitrogenización del suelo (técnica hija de la postguerra), con el uso masivo y alocado de pesticidas y fertilizantes, surge una hibridación desecante. Las mejores tierras de cultivo, y luego de la construcción de obras hidro-ilógicas más que hidrológicas, se dedican a los “cultivos de exportación” que requieren de muchas espaldas agachadas a bajo costo. Brócoli (hasta hace bien poco se comenzó a vender en los mercados locales), espárrago, alcachofas, berenjenas, maíz palomero –o tronador, como le decía mi tío Alberto a sus milpitas que sembraba para la sobrinada–, jitomatotes bien desabridos y hasta el sorgo apareció desplazante del maíz y del trigal. Sí, con el “maiz amarillo” llegó una tecnificación magnifica que ahora nos tiene espaldas planas ante el ‘agro power’: en lo básico somos totalmente dependientes del extranjero. ¿Agri-cultura? Esa es la única cultura imprescindible…

Con estos seis-siete minutos que te quito de tu tiempo al leer lo que escribo, no puedo hacer un tratado o expresarte las interrelaciones que existen en la historia del gran fracaso agrario que somos. Ni menos contarte mis creencias acerca de lo que denomino “vocación nacional”. Fuimos un país agrícola, de seres que ponían sus manos al laborío de la tierra con una tecnología criolla, que de pronto fue suplantada de golpe y cerrojazo por la “eficiencia” literalmente extra-terrestre. No hubo evolución, sino suplantación. Algo así como una fiesta del “acabo”, pero celebrada en el más allá. Quesque la mayoría nos hicimos urbanos…

Tiempodeaguas, verdecampo. He oído cosas horribles y hermosas de los Kibutz israelitas, pero hasta donde entiendo, se trata de un enterregamiento reglamentado de los jóvenes. Que le entren a la tierra, prescindiendo de su profesión a seguir. Alguna vez me tocó presenciar en Inglaterra un extraño certamen: concurso de conducción de yuntas. Los participantes eran alumnos de las universidades más prestigiadas –tipos urbanos–, y que habían aprendido ese ancestral arte. Tal cual: arte de trazar el surco llevando el timón del arado con una mano y arriando los animales con la otra. Allí, en la Inglaterra inventora del tractor; tan tecnificado agrícola-mente.

Te digo, las lluvias son inspiratrices, rememorantes. Me hicieron acordarme de aquellos días de campo remotos, terregosos y enlodantes. Enterregantes. ¿Y si recuperáramos la vocación agrícola? Yo con harto gozo recuerdo aquellos tiemposdeaguas idos en un Zapotlán labrantío, del recuerdo sabido del mucho esfuerzo –y suerte– para una buena cosecha. ¿Volverá a florecer la tierrapatria?

Táte bien, y luego… te busco.

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