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Toynbee

Y Luego…

Por Alvargonzález; 8 de noviembre de 1997

Lotro día, ni tanto hace, tuve la oportunidad de verificar de nuevo el irremediable hecho de que nos damos cuenta de los estragos que causa el calendario en la piel humana, por las arrugas que salen en la cara… ¡de los amigos! Reunión conmemorativa de las pocas décadas en que ellos –yo no– completaron la educación prepara­toria. ¿Por qué me invitaron? Casi es­toy seguro que para servir como medio de contraste entre los que sí, la casi totalidad con carrera y título; y los que no –yo entre la minoría vergonzante­ con carrera pero sin lotro–. ¿Titulo? No me exijas lo que mis comprensivos padres (afortunadamente) no me exigieron. ¿Carrera? Con mayor velocidad conforme me va atropellando el segun­dero del reloj, y la muy honesta carrera (¿me crees?) de verbotraficante inicia­da hace ya casi 30 años y en este dia­rio. Ejerzo sin título.

Durante décadas también no re­gresé al colegio aquel, entonces situado extramuros de la ciudad y a horcajadas entre lo que eran carrete­ras: la nueva y la vieja a Zapopan. Tal cual. Aproveché para deambular por entre los vericuetos bien modificados de esos edificios en donde una educación rigurosa con su disciplina acom­pasada me fue útil para descubrir que no encajaba en los carriles “normales” de las profesiones ortodoxas o cuadriculadas. Te confieso que más que a ningún maestro –a mis maestros, que no profesores, los encontraría afortuna­damente después–, le debo al instituto mi confesa intención de tratar de poner racionalidad en el enorme extravió del verbo (¡vaya pretensión desproporcio­nada!); sí, debo en parte lo que soy a un rincón silencioso de aquel instituto: a la biblioteca, hechura heroica del Pa­dre Herrera. El ermitaño confeso allí empezó a manifestarse, dispuesto a naufragar en veneros de tinta añeja en donde experimento el placer que –se­guro– tienen los buzos al asomarse a profundidades claroscuras y oceánicas.

Allí fue donde hace años me encon­tré con él, entre aquel rimero de libros bien catalogados y dispuestos. ¿Su nombre? Arnold Joseph Toynbee. ¿Es que no has percibido en qué grado, determinados autores se convierten en tus amigos? Sintonía o simpatía, lo mismo da, pero de pronto ellos te empiezan a platicar armoniosamente –a ti, a nadie más– desde las letras que algún día pusieron en páginas con la esperanza de atrapar tus pensamientos a través de tus ojos. Precisamente de Toynbee, aprendí que ciertos libros se convierten en parte de la parentela, incluso mucho más amable que la vinculada por la consanguineidad. Se hacen parientes por la vía del espíritu y se integran a la vida propia.

En el caso particular de Arnold, fue responsable su madre. Recuerdo aquella sencilla dedicatoria de su obra cumbre “Estudio de la Historia”, en donde dice: “a mi madre, por haberme hecho historiador”. En mi caso personal, mi apoyante madre hizo posible que mi padre me enfilara por esa vertiente tan llena de aristas, a veces bien cortantes cuando te sales de la rima ortodoxa; de la academia gremial. Y no es tanto que me haya “hecho”, sino tolerado en los arranques de un impulso inexplicable, y luego de contagiarme él por ese recuento interminable que es precisa e imprecisamente la tal Historia. Me contagió y me apoyó –apoya– en esa devoción por el pasado en la que los mismos objetos –decía Toynbee– “son como cables eléctricos que lo conectan a uno indudablemente con una central generatriz de la luz…”.

Por esa suerte que suelen tener los verbotraficantes, pasé temporadas inolvidables en los llamados Yorkshire Moors; montes, que no montañas, que rompen con el paisaje tipo campo-de-golf-interminable que es el suelo inglés (incluso, vaya obviedad, cubierto con ¡auténtico pasto inglés!). Al amparo de esos montes creció Arnold, y en esa York donde Constantino fue entronizado emperador de los Romanos. Constantino, el hacedor de Constantinopla, al que debo yo (y tú, si quieres), que se hayan salvado de la destrucción las palabras de individuos que te sonarán a conocidos: Platón, Aristóteles, Cicerón, Hipócrates, Homero y otros consonantes autores que aun sin leerlos sabemos que algo han hecho por los pensamientos que tú y yo pensamos. Descendiente de puritanos, tendencia a “purificar” la Iglesia Anglicana de todo resabio papal, Toynbee abre su pensamiento a eso –al pensamiento– que rebasa toda matriz sectante o sectaria. En alguna ocasión (me) contó entre sus páginas que su abuelo marino traía en el pecho una medalla muy singular: la efigie del papa en el reverso, y en el anverso ¡la del chamuco! Ese el sentimiento Puritano… ¿tolerancia?

La parte que más me impresiona del punto de vista histórico de Toynbee (me estremece), es la sensación que imparte de que periodos históricos separados por centurias o milenios, son contemporáneos entre sí: “las divisiones convencionales entre pasado y presente, entre antiguo y moderno, se desvanecen en mi mente…”. ¿No te molesta si repito –ayudado por otro de mis maestros, el endocrinólogo y por ende historiador, Marañón– que si la Historia no es continuidad, se convierte en repetición? “Las llamadas ‘civilizaciones’ son un producto de voluntades… cuando ello cesa, se momifican aparatosamente luego de morir…”. Ahora el asunto se llama “globalización”, pero ya Arnold hablaba de eso en otros términos y le llamaba el “estado universal”. ¿Sabes lo que de él decía?: “Se derrumbará, como todos los Estados semejantes en el pasado (‘remember’ Roma, el Imperio más formidable que ha existido en la historia de la humanidad), si no es inspirado por un verdadero renacer religioso. Y esta religión debe ir mucho más allá del Cristianismo contemporáneo, y debe incluir una amalgama de ¡todas! las otras grandes religiones…”. ¿Anatema? Me parece sorprendente que el mundo de los cuarentas, demasiado amplio y por repoblarse después de la guerra, haya inspirado a una especie de profeta que empezó por el complejo rumbo de la Historia, y desembocó de lleno en una simple Teología ya no de la salvación eterna sino de la temporal. ¿Será cierto que o nos toleramos o nos reventamos? ¿Será cierto que la teología del número, revestida de estadísticas, cálculos y movimientos bursátiles, va resultando insuficiente para salvar la globalización desempleada y flacucha? ¿El Credo de Toynbee dicho en breve? Que sólo a través de la Historia, el ser individual y el colectivo pueden tener un atisbo a la disfrazada aspiración de eternidad que envuelve a más de uno en el compactado planeta. ¿Continuidad o repetición? Si nos repetimos, hasta allí llegamos…

A Toynbee, hace años me lo encontré en la biblioteca de una prepa que no concluí, y que luego me siguió diciendo muchas cosas después… O sea, sigo en mi prepa. La vida, creo, es eso: un prepa-rarse pa lo que sigue. ¿O no? Creo que sin Historia –gracias Toynbee– no hay prepa…

Táte bien, y luego… te busco.

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