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Ángeles del patio

Por Alvargonzález; 20 de agosto del 2003

Creo –y estoy pespuntando de memoria–, que su prevalente nombre era el de Porfirio Barba Jacob, de nacionalidad colombiana y muy inquieto pues siempre estaba cambiando de residencia: de pronto se fue a Centroamérica, y luego de múltiples escalas intermedias vino a dar a México. Después de una estancia en la ahora monstrua capitalina se mudó a Monterrey. De profesión poeta –con lo que ello signifique o deje de hacerlo–, tenía dos vicios: cambiarse de nombre y fundar periódicos. Extrañas y viciosas costumbres propias de la libertad del pensamiento poético. Ca’quien…

No sé por qué asocié la imagen del Padre Pimentel, Jesuita oriundo de Guanajuato, con la de Barba Jacob, siendo este último hechura sigloveintesca, y el Reverendo un hijo nato del XVIII tan plateresco como espléndido en manifestaciones de arte de una mexicanidad emergente. ¿Será por la obcecada intención de Pimentel en fundar conventos? Como de conventos y de periódicos poco sé, prefiero no aventurar teorías acerca de cuántos de ellos requiere la sanidad de un conglomerado social determinado. ¡Auxiliadme sociólogos y teólogos en mi confesa ignorancia!

Hace unas semanas traté de mostrarte aquí el convento de las Dominicas de Jesús María, claustro sobrio que aún prevalece y cuya construcción fue a instancias del P. Pimentel (como si no bastara el muy extenso de Santa María de Gracia, de las mismas Dominicas). Pero ándate que en alto contraste con la rusticidad elemental de Jesús María, que en el siglo 18 quedaba ya periférico al centro urbano, el factor o hacedor de conventos aplicó toda la teoría barroca de la ornamentación en la construcción del destinado a las Agustinas y en pleno centro de la ciudad. Ya hemos hablado de la facundia maravillosa y única en todo el muy Americano Continente, de la fachada del templo de Santa Mónica. ¡Lástima de sitio, o lastima el sitio en donde está que no es nada apto para la contemplación de una proeza arquitectónica! Pero a tono con la fachada fue construido el convento.

Tan teóricamente o humanamente inexplicable resultó el trabajo cantero, con sólo cincel y martillo bordar la piedra, que de eso surgió la angelical leyenda: llegando de no se sabe dónde, unos jóvenes se pusieron a desmochar trozos de cantera (arrimada probablemente de Huentitán) para realizar la obra templaria y conventual. Acabado el trabajo, desaparecieron angelicalmente sin exigir sus cotizaciones al ‘Infiernavit’ o a la inseguridad social de la época. Pero ándate que amaneciendo el siglo XX las autoridades eclesiásticas decidieron construir seminario donde convento hubo, y el patio-claustro fue trasladado a Analco. Primero con uso clerical, luego escuela pública (mi padre estuvo allí), ahora albergue de servidores públicos, el Patio de los Ángeles sigue pregonando en piedra su hechura angelical.

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