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Dicembrefobia

Y Luego…

Por Alvargonzález; 30 de noviembre de 1996

Ya diciembre aquí nomás; unas horas faltan para que comience y eso me tiene realmente molesto. Quisiera meterme a hibernar sus treintaiún días, y no en plan de evasor sino más bien de supresor por parte de quien sinceramente cree que es un mes que sale sobrando. Qué quieres, no me gusta diciembre y mis razones tengo. ¿Te cuento acerca del sustento de mi dicembrefobia o repelús decembrino?

Alguna vez sostuve una berrinchuda discusión con un supuesto conocedor de astronomía (ha navegado en más de una nómina como tal) acerca de la diferencia entre el llamado “tiempo civil” y el “tiempo astronómico”. Así de golpe y para captar la diferencia entre ambos te comunico que esa cursi ceremonia el último de diciembre para despedir el año viejo en punto de la campanada nocturnal de las doce, se ajusta a una modalidad convencional poco apegada a la verdad astronómica. Con eso de que el año, o el tiempo que toma el planeta en recorrer sus 940 millones de kilómetros orbitales del sol, dura exactamente 365 días (eso hasta yo lo sé) pero con seis horas, nueve minutos y once segundos añadidos a los días antesdichos, ya con eso resulta ser que diciembre es un mes un poquitín mentiroso. Te advierto que esas horas, minutos y segundos, se van acumulando a lo largo del año y no son un apéndice decembrino, y que son la causa de las bisextalidades o años bisiestos de ajuste cada cuatro. Pero en cualquier caso y en primera instancia, diciembre no es un mes preciso de final y comienzo.

Si ya llegamos a un primer acuerdo sobre la existencia del llamado “tiempo civil” –que tiene que ver con la aceptación conjunta y práctica de verdades imprecisas–, peor te la cuento: diciembre en México es un mes paticojo y con acaso una quincena de días. Hace algunos años, cuando por encomienda laboral tenía que tratar con un impresor del Altiplano Central (léase Monstrua Capital), me urgía la entrega de unos materiales que necesitaba para la primera semana de enero: “acuérdese que aquí el año se termina el ¡12 de diciembre! Pasado el día 12 ya nada funciona…”. Algo de razón tenía don Jorge, y no sé si tal hecho verificable en la hermana república (¿hermana?, ¿madrastra?) denominada D.F., sea posible transponerlo a tierras xaliscas. Creo que sí: pasado el 12 ya todo es cuestabajo y a gran velocidad con disfraz de pre-anteposadas o sin disfraz de ninguna calaña. Diciembre, pues, resulta un mes de pocos días reales a pesar de lo que marca mentirosamente el calendario. Un mes así, no sirve, creo.

¿Morriña o saudade? ¿Cómo estará mejor decirlo? Es que luego de enterarme del horrible e hipocrático significado de “melancolía” ya no me gustó el terminajo y los otros dos me parecen mejorsonantes. Sucede que el tal Hipócrates, autor del hipócrita juramento médico, determinó que tú y yo éramos un compuesto de líquidos o humores, de cuyo equilibrio dependía la salud: la sangre, la bilis o cólera (humor amarillo), las flemas (mejor no te las describo) y el humor negro o ‘melancolós’. O sea que en sentido estricto la melancolía y el humor negro son la misma y etimológica cosa. ¡Horror! Por eso prefiero la tal morriña o la saudade que son tristezas recreantes más que depresivas.

Puedes acusarme de lo que quieras (de retardatario, de pre-modernista, de anclado y lo que sea), pero creo que era mejor el tono de las festividades antes que en los diciembres actuales. No era el decreto del marquetín que ahora irrevocablemente marca “¡tienes que ser feliz!”; o todavía no se efectuaba esa transposición tan brutal que nos llegó del más allá geográfico y que indica: “si estás triste, ¡compra!; y si contento, ¡compra!”, como impulso remediante o felicitante. Pero ya te darás cuenta cómo anda nuestra microeconomía, por lo que ese mandamiento no conduce a otra parte que a una nueva frustra pelustra tan personal como colectiva. No es que yo haya sido en mis anteriores reencarnaciones económicas un comprador galopante, no; pero percibo, respiro, siento, esa frustración circundante y advierto –no se requiere ser un gran futurólogo para ello– que en enero el despertar de no pocos será de pesadilla y luego de haberse arrojado por el tobogán decembrino con plural alegría.

Y mira, no siento la añoranza por aquellos diciembres del $12.50 –ahora ya todo hay que convertirlo a valores monetarios–, en cuanto baraturas o carestías sino en cuanto a simplicidad. ¿En qué viraje del camino histórico extraviamos la simplicidad que no la simpleza? No eran tan complicadas las festividades ni tan absurdas como esa de emular las tradiciones nórdicas con la talacha de arbolillos, que ya arraigó en esta tierra y ni remedio. Aquellos nacimientos monumentales eran una obra familiar de ingenio, y se convertían en una competencia barrial que se observaba a través de las ventanas enrejadas de las casas de una ciudad que aún no abandonaba su centro gravitacional y fundamental. Si te perdiste de ver el de los Murúa, con sus ríos y cascadas y todo perfectamente a escala, lo siento. Aquellas posadas piñateras y buñeleras creo que daban mayor sentido de convivencia que las rocorolleras actuales.

Pero como dices tú: ca’quien. A mí diciembre me parece un apéndice del calendario, que como el de las tripas ve a saber tú cuál sea su función. Aquí está y ni modo. ¿Sufrirlo sanamente? Creo que eso es lo mejor…

Táte bien.

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