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Disminutivos

Y Luego…

Por Alvargonzález; 16 de octubre de 1997

Ayer, a mis 18,768 días de vida, se me ocurrió medirme, y de ese simple asunto me rebotaron entre los parieta­les algunas cosas que no puedo evitar compartirlas contigo. ¿Medirme? Tal cual, y métricamente para que no va­yas a malinterpretar que luego de mis tantos días arrancados al calendario me es posible medirme de acuerdo a otros entenderes que tiene tan seria expresión. ¿Medirme yo en tratar de ob­tener la salvaguarda de mi pequeño crío, cuya madre no se le dio entender la compleja palabra “maternidad”? La mesura anímica nunca ha sido mi prin­cipal defecto, pero ese asunto tan personal y quitasueño, nada tiene que ver con el trascendente hecho de que ayer, metro en pared, ¡me medí!, y ello –insis­to– sí me obliga a participarte una serie de conclusiones relevantes.

Los obviólogos expertos –en Obviología– del Centro de Investigaciones de Tajimaroa, te podrán confir­mar mi aserto: el calendario achata. A mi confesa edad puesta al día (que es privilegio de quienes vivimos justamen­te así, al día), se le puede traducir fácil­mente en meses y años, mismos que me han reducido ya la estatura. Ya, y qué, muy mi capacidad de cargar du­rante tantos días con mi personal peso específico. Achatamiento ve tú a saber de qué, pero eso al fin y que se refleja unívocamente en el flexómetro. ¿Mi estatura? Hoy no tengo ganas de hacerte otras profundas revelaciones persona­les, pero como simple marco de refe­rencia (¡sopas!), me gustaba andar en el metro de la monstrua capitalina por­que la chatéz humanourbana de la enorme Tenochtitlán, no me impedía ver de un lado a otro del vagón. ¿Chaparros los descendientes de los empe­radores del Valle del Anáhuac? Creo que sí; me temo que bastante.

Por otra parte, me sorprende ver a las nuevas generaciones bien croquete­adas (que no es la generalidad), y pien­so que gracias a esos alimentos novedosos, están creciendo brutalmen­te más allá de la estatura de sus pro­pios fabricantes genéticos. ¿Has visto a los jóvenes de hoyendía? Enormes, pentatléticos y con un problema con el que siempre me he topado a lo largo de mi vida postadolescente: ¿dónde encontrar chanclas adecuadas? Es que en mi caso no ha sido llegar a las zapaterías a pedir del modelo tal, sino a preguntar: “¿y del 30 cuál tiene?”. Estoy seguro que a los jóvenes de hoy, el treinta les causaría gangrena, y los compadezco al enfrentar una industria zapatera regida por el común denominador que apenas llegaba al nueve –si acaso– para sus modelitos bostonianos.

¿Cuál será la estatura promedio en México? Asunto engañoso, porque sin la luz del INEGI, apuesto a que los del norte miden más que los del sur, y créeme que no es asunto racista, sino muy visible si recorres las calles de Mérida o de Chihuahua. Sin embargo, la “luminosidad” estadística mencionaría un promedio verdaderamente falso; tal cual.

Pero vuelta con mi estatura, y aprovecho el viaje para decirte que mis bien acicalados complejos de inferioridad, poco tuvieron que ver con ella. ¿A poco tú no tienes de esos hermosos complejos? ¿Cómo se manifiestan los tuyos? Yo en parte los manifiesto así: escribiéndote y preguntándote: ¿Qué no se nos asoman por el balcón de la lengua? A mí, espero sí, y creo que a México ¡también!

Mira esa palabra, “estatura” –pronúnciala y verás–, tiene consonancia con “estado”, y las consonancias por lo general no se equivocan filológicamente hablando. Si por ejemplo, el Estado japonés se hubiera tragado el mito del condicionante de la estatura como posibilitante creativo, allí ¡estaría! rumiándose el dolor de la derrota y luego de la guerra aquella que bien perdieron. Por cierto, te podrás haber dado cuenta de que pasó el 12 de octubre, al que ya bien podríamos llamarle el “Día de la Lamentación”; día de la querella generalizada en tono teponaxtle a la arribazón colombina, pues todos los males sin excepción –todos–, se originaron en estas tierras en el momento de que Pinzón avizoró la tierra trasatlántica. ¿No es cierto? De ese hecho surgieron una serie de estados con una estatura muy específica, y eso es innegable. ¿Cuánto medimos los mexicanos? Dímelo tú…

Pero a donde quiero ir, es a la estatura de ¡la lengua! Me temo que por nuestra boca colectiva asoma un fenómeno (lo digo así en forma elegante, retórica y retante) que se manifiesta acondroplásica y sutilmente y que es reflejo cursi de una chaparrez anímica sorprendente.

A la pasada suena simpático o manifestante de nuestra “amable” forma de ser. Yo me temo sea el reflejo bucal y vocal (que procede de muy dentro) de una estaturización íntima: Comenzando por el “ahorita”, y andando todo el camino gastrointestinal: “frijolitos”, “salsita”, “tortillita” y “virotito” (así con “v”) o “bolillito”. Esa tendencia irrefrenable que tenemos hacia la diminutivización, me hace pensar en que es reflejo de que nos sentimos así: diminutivos. ¿No piensas tomar pronto unas vacacioncitas?

Tengo amigos que gustan de sus partiditos de patabola –futbolito–, o que gustan de las fiestecitas y de las jugaditas semanales. Esa tendencia a diminutarlo todo, a reducirlo –“está enfermito”–, me da la impresión que es un reflejo anímico inferiorizante, disfrazado de hipotética y cursi amabilidad. ¿Disminutos, disminuidos?

Te digo, la novedosa juventud, enorme en estatura física; gigantones y los puedes ver deambulando por sus plazas hechas para exhibirlos y exhibir sus mercaderías. En promedio engañoso ha aumentado la estatura del mexicano. Pero ¿padece de acondroplasia nuestra lengua? Diminuta, chiquitita, y el asunto me parece que encaja en el octubre galopante. ¿Medirme yo? En un aspecto, cinta en mano, sí; en otros, no puedo, nunca he sido mesurado.

Táte bien y luego te busco.

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