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El Remington (III)

Por Alvargonzález

Graduado en la ‘Academia’

Guadalajara vivía en torno a su centro. En él, todo. La actividad comercial, social y aun religiosa se desarrollaba íntegramente en el centro urbano. Allí, los grandes almacenes comerciales y los centros de reunión conocidos como ‘casinos’ y que no eran otra cosa que remedo criollo de los clubs ingleses. Casinos como el Jalisciense, o el Español, a los que sólo tenían acceso los socios y en donde se charlaba, -los buenos negocios se hacían y hacen en los buenos clubs- se comía, se bebía y también se jugaba. Pero en el centro también, y en una especie de acto compensatorio democrático, el pueblo ralo se reunía en centros de pasatiempo tan -o tan poco- inocuos como los llamados casinos. En esa categoría se puede inscribir una peculiar academia. ‘La Academia de Billares’.

Los vaivenes revolucionarios hacían llegar a la ciudad a forasteros enfundados en uniformes que manifestaban el ‘ismo’ correspondiente. Resulta irrelevante si la partida instalada en una casona por Pedro Moreno -casa asegurada por la causa, o ‘carranceada’ para la sublime empresa-, pertenecía a cualquiera de las muchas facciones contendientes. Al lugar asistió algunas noches El Remington para echarse unas manos de baraja, y también lo mismo da si era póker, conquián o… lo que se jugaba, que la finalidad era la misma: ganar, y porque el buen jugador siempre cree que lo va a lograr. Luego de ‘larguicorta’ noche de juego, salió de la casa acompañado por un individuo casi de su mismo rango; un coronel, y digo que casi del mismo rango porque el tapatío hacía rato que había puesto en su elegante tejana dos estrellas correspondientes al rango militar de ‘teniente coronel’, otorgadas simple y sencillamente por el tiempo corriente que obsequiaba grados militares al por mayor. Salieron y se dirigían al vapor, supuesto baño vigorizante de desvelados. “¿Por qué no nos echamos una carambola antes de irnos a bañar, mi coronel?”

Y como no estaban lejos de la ‘Academia’, hacia allá se dirigieron. Era temprano por lo que no había muchos ‘académicos’ aún reunidos en el centro de aprendizaje de artimañas. “‘Quiubo’, Remington, ¿‘madrugastes’?” -le preguntó uno de los encargados, tal vez el cantinero, al verlo entrar y dirigirse a una mesa en donde comenzaron pronto a jugar-. Silencio: El chasquear de las bolas luego del golpe seco del taco y el militar forastero se iba rezagando ante la habilidad del local. Con el mismo taco, el correr de las rodajas en el alambre al anotar las carambolas que cada uno de los contendientes va realizando. “¡‘Pérate’, ‘hicites’ ocho y te estás apuntando nueve…!”. “No mi coronel, fueron nueve y son las que he marcado”. El silencio inicial de la partida se convirtió en un grito recriminatorio: “¡Tramposo!” -y en un añadido de reclamaciones como la de-; “estás acostumbrado a jugar con ‘catrincitos’ no con hombres” -y respuestas como-; “cierto, hasta ahora no he jugado con hombres” -hasta que el militar luego de aventar el taco sacó la pistola y empezó a disparar.

“¡Ya le dieron al Remington!” -gritó uno cuando vio que éste había desaparecido al lado de la mesa de billar-. Quizá el militar no había tenido la intención de pegarle sino más bien de amedrentarlo, pero no bien hubo enfundado de nuevo el arma, su contendiente billarista que no estaba herido y que haciendo gala de reflejos y teatralidad se había ocultado con la mesa, salió y sin más le pegó un tiro en la frente y allí mismo quedó muerto el coronel. Pero, ¿y la ley? La del tiempo: El Remington dejó el lugar y tal vez estuvo oculto en casa de algunos amigos durante unos días hasta que la partida militar siguió su peregrinaje revolucionario. Luego de nuevo en lo mismo: en las jugadas, barajas y gallos, luciendo como le gustaba, impecable con sus sombreros e insignias, con su porte de charro engamuzado. El mismo pero con un añadido reconocido por todos en la pequeña ciudad: literalmente aquella mañana al salir de la ‘Academia de Billares’ había alcanzado un título académico. Que si fue en legítima defensa o no, resultaba una borla anexa al título del novel académico con acaso veinte años cumplidos.

Afortunados fuimos los de mi generación nacidos en la medianía del siglo 20. Tuvimos la oportunidad de conocer a adultos participantes en la era del formidable tronido nacional revolucionario. Esto viene a cuento porque en mi niñez recuerdo a un amigo de mi padre, Mayor -ese su rango militar-, que en alguna ocasión le contaba algo que me pareció estrujante: “el trabajo son los dos primeros…” y lo decía por su participación en fusilamientos o en la aplicación de la efectiva y radical ‘ley fuga’; en eliminaciones directas, más allá del traca traca impersonal del campo de batalla. Los dos primeros… El primero ya había ocurrido, sólo faltaban los segundos o varios más.

Continuará…

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