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El Remington (IX)

Por Alvargonzález


Multiregión

El que nace para ser ‘hombre de acción’, no puede quedarse quieto, y no se requiere ser científico social para validar el aserto y encarnarlo en el Remington. Guadalajara, aquella ciudad con dimensiones pueblerinas, corta le fue quedando al charro. Además desde hace rato está inscrito en el subconsciente tapatío el mandato de que quien quiera ser alguien de trascendencia en el lugar… ¡debe irse a México! Y hacia ese país -llamado en breve y recientemente ¡’Déefe’!-, se encaminó con su equipo de trabajo y su ansia de sobresalir.

Aquella la ‘gran ciudad’ con todo y su dimensión mayúscula comparada con las otras del país, no tenía la desproporción actual; grande pero conservaba proporciones humanas. Así no era raro ver entre los vehículos que empezaban a repletar las calles, carros de tracción animal, y aun individuos transitando montados a caballo y en pleno centro.

La Cámara de Diputados, y antes de asumir ella también las monstruosas dimensiones que tiene en la actualidad, estaba allí por la calle de Donceles, y por allí montado en buen caballo y con su traje de gamuza, en el momento en que salían luego de bostezar y ‘charlamentar’ en el recinto, algunos de los llamados ‘representantes del pueblo’. Les llamó la atención ver a aquel personaje, aunque para algunos no les resultaba ajeno aquel personaje ataviado singularmente y porque el amor a la patria no está reñido con la afición al juego; no faltó, así, quien le saludara pero tampoco faltaron algunos -el fuero ajusta para mucho- que empezaran a burlarse de él. De un brinco y luego de ser espueleado, el caballo fue a plantarse frente a los burlescos y ‘quesque’ representantes populares, y el charro con las pistolas en la mano les notificó: “¡soy su padre, el Remington, y al que no le parezca…!”

Silencio. Ninguno de los ‘padrespatrios’ hizo por sacar su arma -equipo reglamentario del diputado de época-; tampoco lo hicieron los pistoleros, de esos que siempre han sido parte del mobiliario político nacional. Charro y caballo siguieron su paseo por el centro capitalino.

Pero México es extenso, muchísimo más que el Zócalo y eso lo sabía aquel caballero andante de no triste figura y alma inquieta. Puebla, Pachuca, Veracruz, Morelia o el Bajío le vieron llegar, jugar e irse. Esa extraña hermandad hermética y con sus propias claves, la de los adoradores de Birján, siempre se las ha ingeniado para convocar a la cofradía y a pesar de las primitivas comunicaciones de la época. ¡Donde hay jugada el jugador aparece! Tautología pura y que sirve para explicar cómo el espíritu apostador del Remington le hacía asistir a veladas y a desveladas en torno a la mesa o al palenque, donde estuvieran; la baraja nunca llega sola a manos del jugador, sino que hay que poner las manos donde ella esté. Como el ferrocarril era el principal medio de transporte en un país de carreteras incipientes, la de Guadalajara era la estación central de los desplazamientos del tapatío que invariablemente regresaba. El tren ¿y por qué no tomar el llamado ‘Sud Pacífico’ y tirar ‘pal’ norte?

La feria regional de Navojoa le permitió echarse unas manos, en serio, con sonorenses que habían recibido las bendiciones revolucionarias por lo que habían aportado a la patria. Unos días que no le fueron, parece, muy favorables y ya casi para tomar el tren para Hermosillo, un grupo de individuos más o menos de su edad le propusieron echarse una última mano. Ni dudar de la respuesta, y se instalaron en un cuarto de hotel para partir, repartir, poner y ganar o perder. Después de algunas horas los billetes que llevaban los de la invitación, estaban instalados en la cartera del Remington; pelados de lana y enojados porque incluso habían todos perdido el tren que en su caso los habría de lleva a Obregón, aquella Cajeme rebautizada como ciudad con el apellido del glorioso general. Enojados pero ocurrentes: “¿por qué no te vas con nosotros en la camioneta de un amigo que va para allá? Es más, allá tenemos dinero y nos das la revancha…” Todo sonaba bien, sólo que…

La camioneta la llevaba uno que entre sus méritos contaba con el de haber sido chofer del mismísimo Obregón, y los saltos y sobresaltos del mal camino y peor sabor de boca de los perdedores, trataban de ser compensados por la plática de aquel hombre de mundo, o mejor dicho de ferias, mesas y palenques ubicados más allá de Sonora. Tampoco faltaban las historias de conquistas, otra de las especialidades del forastero. Las cuestiones políticas las zanjó contando lo de aquel día en que le ganó a Obregón quien literalmente jugaba siempre una mano, y luego de Santa Ana del Conde donde perdió la otra. Ya adentrados en la región Yaqui, el invitado empezó a notar que sus compañeros de viaje hacían guiños aparentemente imperceptibles, y él como si nada seguía contando sus aventuras. Al llegar al denominado Puente de Santini, el chofer se detuvo luego de que uno le pidiera hacerlo para hacer lo que supuestamente tenía urgencia de hacer, pero la intención era la de tundir a golpes al charrito, quitarle el dinero y dejarlo abandonado allí en mitad de la nada. Pero más tardó en detenerse la camioneta que el conversador en sacar la pistola y preguntarles sin siquiera dejar de sonreír: “¿Qué pasó? ¿Nos damos o nos vamos? ¿Le seguimos o hasta aquí llegamos? Están muy tiernos, muchachos, para andar en esto…”

Siguieron el camino y como si no hubiera pasado nada; él siguió con su recuento, advirtiendo la duplicada frustración de sus acompañantes. Ya en Cajeme, fue cosa de esperar el tren para ir a nuevos horizontes a buscar lo mismo: juego, mujeres, jugadores y ¡acción!

Continuará…

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