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El Remington (V)

Por Alvargonzález

El casanova

No era -paradoja-, muy alto el alteño y mi padre me contó que más bien era chaparrón, compacto. Ni siquiera su complexión era la de un individuo musculoso, sino más bien seco, correoso, si bien no mal parecido de facciones. Tal vez por ese efecto de compensación que más de uno hemos advertido en tipos no muy dotados por madre natura. ¿Cuántos ‘hoyendía’ no suplen sus carencias corporales o atractivo físico con ropa de marca y autos de alta cilindrada financiera? Así el sujeto de la historia recurría a los elementos compensatorios y llamativos de época. Por la apacible ciudad circulaban aún carromatos tirados por bestias, mulas, caballos o burros, por lo que no resultaba extraño ver a alguien transcurrir a lomo de caballo. Claro que él no iba montado en cualquier penco, sino que sus caballos eran de buena alzada, garañones y briosos. Con botonadura de plata a lo largo de las piernas (ridículo le habría parecido el disfraz actual de los mariacheros), terno de gamuza perfectamente cortado, corbata de moño de colores llamativos, sombrero de ala ancha -la tejana la usaba cuando andaba de charro de a pie-, y las pistolas enfundadas en sus cuadriles.

 

Ya gozaba de renombre urbano y sus acciones y actividades eran conocidas por casi todos que si acaso le saludaban más con temor que con respeto o con esa mezcla gelatinosa que se forma en el interior de quien sabe que el sujeto ‘debe varias’ y que ‘ándate a saber de qué humor ande’. Aquello ocurrido frente a la Plaza de Armas era cuento público y sabido, así como su forma de ganarse la vida en los palenques, carreras parejeras o jugando.

 

Que si una muchacha le gustaba, la seguía caracoleando al caballo y que si al llegar a su casa le prohibían salir, gozaba provocando con bravuconadas al papá o a los hermanos que no ignoraban de quién se trataba. Pero hombre de acción, al fin y al cabo eso de ‘acción’ conlleva algo de ‘actuación’, se presentaba como bien intencionado galán; luego venía la serenata o gallo con mariachi, la muchacha asomando a la ventana tras los barrotes viendo como hacía cabriolas con el caballo, y cuentan que en más de una ocasión al atender su súplica de “sal a despedirme a la puerta pues ya no quiero importunar a la familia” tomó a la muchacha por la cintura y al galope escapó con la presa. “¿Te diste cuenta quién se llevó a la hija de los vecinos anoche?”, la comidilla del vecindario; la ley del macho y “búsquenme porque me encuentran”.

 

Llegó el turno de Rosaura. Bonita, huérfana de padre que vivía con su madre y dos hermanas, gente de barrio que no del centro alcurne y hermético de la ciudad. La viuda no vio con malos ojos el rondín del galán, ¡ese hombrazo que arrancaba más de un suspiro! La hermana menor de Rosaura tenía novio: un buen muchacho, José de Jesús, empleado de ferrocarriles y ambos coincidían cuando al caer la noche iban a platicar con las jóvenes a la usanza de época; en la ventana. Mutuamente se saludaban diciéndose “¡‘quihubo’ concuño!” e incluso salieron los cuatro a dar la vuelta en calandria en más de una ocasión y siguiendo una técnica que no es rara entre los ‘pleiteros’, el Remington solía tomar el brazo de José de Jesús disfrazando con afecto lo que en realidad era tantear la musculatura del supuesto concuño. De aquella experiencia ‘portalera’ seguro había aprendido algo.

 

A poco la hermana menor de Rosaura empezó a percibir una actitud que no dejaba lugar a dudas; luego fueron palabras directas: “me gustas más que tu hermana, chula”, y ella se lo dijo a su novio. “Vámonos pa’ México en el tren del sábado, que allá serás una reina conmigo”. Ella le contó a su mamá quien a su vez habló con el charro galante, quien tranquilizó a la señora con la labia que bien o mal maneja todo casanova. Chuy, el novio ofendido, se enteró de la invitación a su novia para enfilar a la capital y en la oficina lo platicó a un tal Preciado que era su jefe. “¿No tienes miedo?” -le preguntó éste sabiendo quién era su rival de amores, a lo que Chuy respondió que no y que el sábado iba a estar con ella para que no se fuera a ir-. “Llévate esto, por si acaso” -y le dio una pistola luego de advertirle- “acuérdate que él es bien madrugador…”.

 

Temprano en la tarde, Chuy se metió en una cantina, se echó unos farolazos, y con la pistola calada en la cintura se puso a dar vueltas por la proximidad de la casa de las muchachas. Serían las siete, ya pardeaba la tarde y el raquítico alumbrado callejero comenzaba a ser encendido por aquellos que en bicicleta y con unos otates iban subiendo los switchs para alumbrar las calles; las campanas de las iglesias convocaban al rosario, cuando se bajó de un auto y vestido de civil el Remington que se encaminó a la puerta de la casa. “‘Quihúbole’ amigo -le saludó Chuy- ¿con que te vas a México, no?” “Pos sí, ¿no gustas…?” “Mira Remington, mi novia me ha contado todo y yo no estoy pa’ juegos. Te la quieres robar y ella es mi novia”. -Sin alterarse en lo mínimo, el ‘encatrinado’ le dijo-: “Mira Chuyito, no te disgustes, te voy a explicar. Ella es la que se me ha insinuado y ‘pos’ que quieres que haga…”

 

Jesús al oír aquello hizo el ademán de echar mano a la pistola que traía fajada, ante lo cual su contrincante dio un salto hacia atrás, rápidamente sacó su pistola y disparó. El joven empleado de los ferrocarriles se puso las manos en el pecho y cayó sobre el pavimento sangrando abundantemente. El catrín, enjaezado como correspondía en la época para tomar el tren e ir a la gran ciudad, caminó tranquilamente sin tomar en cuenta a quienes habían salido a ver qué pasaba al oír los disparos, se dirigió tranquilamente hasta la esquina, subió al automóvil que allí le esperaba y se fue sin que nadie se hubiera atrevido a perseguirle. El novio que había intentado salvar el honor de su amada, quedó muerto allí en la banqueta.

 

Si acaso un par de meses desapareció el Remington de la vista pública oculto quizá en la casa de alguno de sus múltiples amigos, o en la suya y con su mamá, pero suficientemente lejos de la muy flexible justicia. Luego reapareció, sonriente, dicharachero y charro, en La Academia de Billares. La vida seguía como si nada hubiera pasado: “…por eso las lindas hembras cuídense de mí que ya estoy grandecito…” Él debía seguir fiel ¡a su papel! ¿Miedo a qué?

Continuará…

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2 comentarios en «El Remington (V)»

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