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El Remington (VII)

Por Alvargonzález

La feria con su jugada

Sí, la de la canción, la de José Alfredo, la de León. Pareciera que para buen apostador o jugador, no hay feria mala y la de León -muy buena-, desde hace mucho ha jalado muchas manos para barajar muchos mazos y para soltar más gallos. Y hacia allá se dirigió en su oportunidad el Remington llevando el equipo necesario para desarrollar su actividad: Caballos finos, la gallada para el palenque, mozos, amigos, ajuares, pistolas y metal contante y sonante para provocar a la diosa fortuna. Ya era conocido del lugar y pronto se corrió la voz de “ya llegó…” y quienes se cruzaban a su paso advertían al individuo amable, sonriente, elegante, y no al atrabiliario y rijoso que algunos afirmaban era. Afortunado en el juego y en lances amorosos, manejaba -como se dijera en la actualidad-, ‘la imagen’ intuitivamente bien, o se sabía actor de su propio libreto; amable y dicharachero cuando debía serlo y bragado en cuanto el escenario cambiaba. Más fingía tomar que hacerlo en exceso y lo hacía también como parte del rol que tenía que desempeñar, pues eso de jugar contra alguien que no anda en sus cinco sentidos, inspira al adversario una mayor confianza, en éste caso infundada.

Jugar, claro, es cosa de ‘gente bien’ si por ello se entiende ‘gente que tiene con que jugar’; dinero. Y así, una noche de la feria, empezó la partida con alguien de ‘la buena sociedad’ y la jugada con el paso de la noche y de las copas, comenzó a subir de tono; cincuenta, cien, quinientos y hasta mil por mano de póker. Mucho dinero sobre la mesa y en las pujas, y siempre la esperanza del que va perdiendo de recuperarse en la siguiente mano; esperanza incumplida hasta que el contrincante del Remington anunció que se le había acabado el dinero. “Le doy la revancha a crédito” -la gran oportunidad de reponerse-, le dijo caballeroso el tapatío al local, y vuelta a empezar para llegar a donde mismo: la noche muy avanzada, humo de cigarros y la suerte seguía acompañando al ganador. Acabaron y a la pregunta de “¿cuánto te debo?” la respuesta dejó estupefacto al perdedor: “treinta mil y aquí están anotadas las cuentas de las partidas; ya sabes que las deudas de juego son deudas de honor que espero me liquides en 24 horas. Confío y eso espero, nos vemos”. Y se despidieron el charro y el ‘socialité’ leonés.

Era el día mayor de la feria y se sabía que el gobernador iría para estar presente con los de León; que incluso asistiría a una función especial organizada por la sociedad leonesa en el teatro Manuel Doblado, joya de la ciudad. Fiesta ferial religiosa y profana; incienso y oraciones en la catedral, y en las calles, culto insaciable al dios Baco en las muchas piqueras instaladas para satisfacer la sed pública. El Remington permaneció durante todo el día en el hotel, esperando inútilmente; la mañana se hizo tarde y comenzó a pardear sin que hubiera signos de que alguien llegara a cumplir con el compromiso de la deuda. Se puso su mejor atuendo y así de gala se encaminó a la casa del jugador incumplido y luego de llamar a la puerta un mozo le informó que el patrón había ido a atender ‘al señor gobernador’ y que tal vez para esas horas estaría en el teatro y hacia ese punto se dirigió el ahora cobrador.

Parecía imposible entrar pues la gente se arremolinaba frente a la puerta. Como pudo se abrió paso y a quien negaba la entrada gritando que no había localidades le mostró un ‘boleto’ que supuestamente había adquirido con anterioridad y que no era otra cosa que una buena moneda que puso en la mano del cancerbero quien le permitió pasar. Dentro, lo mejor de la sociedad leonesa, y en un palco no lejos del gobernador, el decente y alcurne contrincante de la noche anterior.

En un papel escribió: “Señor, su amigo el Remington lo espera aquí”, y se las ingenió para hacerle llegar el recado mientras sufría los estragos de aquella música clásica que acompañaba y acompasaba la velada de gala, culminación de la feria anual, y con el sombrero galoneado entre las manos. El primer mensaje dejó inalterado al receptor, quien había sido visto por ‘su amigo’ cuando con toda discreción lo rompió. En el intermedio otro papel y otras palabras escritas en él: “Le recuerdo que las deudas de juego son sagradas y estoy esperando cumpla con su compromiso”, mismo mensaje que ya ni siquiera fue leído pues lo rompió en cuanto le fue entregado en su sitio preferente en el teatro. Recargado en una pilastra pues no había asientos, y tratando de no tapar la vista, la función le parecía tan eterna como aburrida al concurrente que nadie había invitado y que alguno no esperaba ver allí. Por fin aquello terminó: el gobernador y su séquito se pusieron de pié y se encaminaron hacia la puerta.

El charro se puso junto al pasillo por donde debía salir la concurrencia y se hizo invisible… para quien no quería verlo ni allí ni en ninguna otra parte, y que se escudaba con el mismísimo gobernador. Eso no valió para que de pronto sintiera que alguien lo tomaba del brazo atenazándole con su manaza y le dijera al oído con toda discreción: “he estado esperando y -levantando la voz añadió- ¡me pagas o…!” mientras llevaba la otra mano a la pistola. El gobernador terció en el asunto y preguntó qué se le debía al sorprendente aparecido allí, a lo que el Remington respondió: “treinta mil pesos que le gané anoche en la jugada”, lo que al ser oído por el político dictaminó que si bien jugar estaba fuera de la ley, repitió el apotegma sobre lo sagrado de las deudas contraídas en el altar de Birján*.

Un cheque firmado allí mismo cerró satisfactoriamente aquella noche de jugada de quien seguro hablaría bien de la feria de León, porque muy bien le fue.

*Birján: Dios de los juegos de azar.

Continuará…

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