Saltar al contenido

El Remington (X)

Por Alvargonzález

Pa’ buen charro buen caballo

Áspera denominación esa de ‘charro’, que a la concisión suma el sonido fuerte de las dos ‘erres’. La expresión misma atrapa la esencia del individuo que lo es en serio: áspero, fuerte, hecho para las faenas camperas que mucho tiene de dureza y poco de suavidad. ¿Qué dónde se originó la charrería? Polémica interminable encontrar la sala de parto de esa actividad acunada en los extensos territorios sometidos al influjo de la colonia y luego de la arribazón del ganado mayor a estas tierras. Los de Tlaxcala dirán que allí surgió la charrería y con ese nombre del Campo Charro Salamantino y español. Los de Hidalgo tratarán de adjudicarse la propiedad intelectual de la denominación de origen, y los de Jalisco terciarán en la interminable disputa.

Donde quiera que se haya originado la charrería, los elementos sustanciales de la actividad son tres: un buen caballo, un jinete diestro y el ganado que debía ser manejado en extensiones territoriales mayúsculas. Pero en el proceso supuestamente progresante, el charro pasó a instalarse en poblaciones con tamaño o aspiraciones citadinas, en donde arraigó sin perder su vinculación con el campo en mayor o menor grado. Así, en ocasiones propicias el individuo campestre cambiaba el llamado ‘atuendo de faena’ -ropa de trabajo, accesorios de cuero vaquetón, sombreros de soyate o palma resistentes a todo clima- por el ‘traje de gala’ hecho de gamuzas finas y adornado con tafiletes de oro y plata, más el corbatín para la camisa de seda sustituta de la manta resistente a la faena.

Guadalajara en su transición al crecimiento reventado, albergó a ganaderos de cercanías; a señores de sembradío y de latifundios extensos que llevaban esa noble y doble vida: de ciudad y de campo. Allá por los treintas funcionaba en la calle de Corona el llamado ‘Círculo Social Alteño’ adonde acudían no sólo los terratenientes de ese ‘cercano oriente’ de la ciudad, los llamados Altos de Jalisco (¿comienzan en Zapotlanejo?) sino todos los de a caballo convertidos en individuos más o menos urbanos. Tal vez los temas más tratados en aquel ‘círculo social’ eran -aparte del muy macho e interminable asunto enmarcado en el genérico ‘mujeres’-, los ganados y los sembrados. Toros, vacas, bueyes, pasturas, siembras y ¡caballos! ¿Es que alguien puede imaginar a un charro de a deveras, de tiempo completo y no de disfraz de fin de semana, hablando de algo más?

Allí en aquel punto preciso de la ciudad, se reunían apellidos con temple de campo y de sonoridad alteña. Entre sí y más de alguno, parientes. Amigos, claro, pero sobre todo, alteños, con su marcada inclinación a los negocios y, consecuentemente, a las ganancias con lo que ello significa. Es marcada esa característica del alteño, que se nota claramente en la recomendación de la abnegada madre a su principiante y negociante hijo: “no importa que ganes poco, siempre y cuando no gastes nada” ¡Ganar!

Aquel noviembre del 31 el ‘goberenturno’ para rendir homenaje a la revolución que apenas iba dejando de oler a pólvora, invitó a los charros para que se sumaran en el desfile a las fuerzas vivas, cívico-militares. Ellos aprovecharon la oportunidad para enjaezarse con sus mejores galas y montando sus magníficos caballos exhibirse ante aquella Guadalajara más puebla que ciudad, a la que hasta un desfile así, la entretenía. Lo de siempre: la reina portaestandarte, abriendo, y enseguida con sombreros galoneados y con sus trajes adornados con oro y plata, pistolón en el cuadril, haciendo caracolear sus monturas, los charros despertando la envidia del pueblo de a pie al pasar por las callejas que aún conservaban traza y anchura de la urbe original y colonial. Poco después del mediodía la revolucionaria festividad había concluido y por seguir la andancia a alguien se le ocurrió ir a dar la vuelta a la zona reseca que entonces se conocía como La Alameda y que degeneraría después en el mugroso Parque Morelos. En el desfile habían participado el Remington y su hermano mayor a quien él indistintamente llamaba “Tata” o “Grande”, quienes aceptaron ir hacia aquel remoto lugar frontero con los llanos ejidales.

Miguel, Rafael el Tata, Roberto y el mismo Remington, al trotecillo y platicando. Ya en las proximidades de la terregosa Alameda, alto en un aguaje y sin desmontar se colocaron entre pecho y espalda algunos caballitos de agave. Allí empezaron a hablar de las cualidades de sus respectivas cabalgaduras, haciendo alusión a la genealogía y virtudes de las mismas. Mientras abrevaban a la puerta de la ‘cantinucha’ la plática subía de tono y empezaron los piques: “¿qué vas a saber de caballos?”, “¿deveras te las das de muy charro?” y se llegó a un acuerdo: calar las cabalgaduras allí en la ‘quesque’ alameda en donde quizá había árboles, pero álamos ninguno.

Convinieron en una distancia de cien varas, más tanteadas que medidas con precisión para la parejera carrera caladora. El Remington y Miguel se dirigieron hacia la hipotética meta, y el Tata y Roberto quedaron en partir al galope en cuanto les marcaran la salida. Antes de arrancar, y con las cabalgaduras piafando tensas con las riendas trincadas, ya los contendientes además de retarse se habían insultado mutuamente; aquello que comenzó como paseo y luego del desfile ya iba tomando otro tono nada festivo.

Galope de dos caballos levantando polvareda después de oír el grito de arranque y nomás cruzada la meta sin que hubiera un claro ganador. Roberto en cuanto paró su caballo sacó la pistola y le apuntó al Tata. Viendo eso, el Remington arrancó y al ruido de los cascos, quien apuntaba su pistola reclamando el triunfo y contra el hipotético perdedor de la carrera, se distrajo momentáneamente, y eso bastó para que el Tata sacara su propia arma y sin más disparara contra jinete y caballo; el Remington lo asegundó y luego viendo que iba a reaccionar el amigo del caído, le dio dos tiros. “‘Ámonos’ Tata que esto ya se acabó”, y al galope se fueron por la calle de Federación y todavía al pasar por lo que era la llamada Demarcación del Sector Libertad, balearon a un policía que pensaron les iba a marcar el alto.

Año del 31, fiesta del Aniv. de la Rev. Dos más a la cuenta del charro, pero en este caso no se trataba ni de un estudiante cualquiera defendiendo a su novia; ni de un contrincante en los billares de la Academia, o del trabajador oscuro de los ferrocarriles que quiso impedir quedarse sin su amada. No. Eran dos alteños; gente de a caballo y muy conocidos aquellos que perdieron el 20 de noviembre del 31 mucho más que una carrera parejera en la Alameda. ‘Gente conocida’, enmarcada en esa denominación diferenciante, los perdedores; gente conocida y con amigos. Los hermanos, después de ocultarse algunos días en San Pedro, se las ingeniaron para una buena noche subirse al tren -nada fácil pasar desapercibidos en la estación, pero lo lograron, quizá abordándolo en Las Juntas con toda discreción- y se fueron a radicar a la capital. Allá en la gran ciudad, estarían ocultos el tiempo suficiente para que la memoria tapatía olvidara la sangrienta tardeada al final del desfile revolucionario.

Continuará…

Comparte si te ha gustado

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.