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El Remington (XI)

Por Alvargonzález

Ancha es la mesa central (1)

México, desde siempre, un país hecho de una ciudad y de un territorio. LA CIUDAD mayúscula de México, con su peso superlativo sobre el lomo nacional, y lo demás, o ese Cuautitlán tan diferente y extenso que es el resto del país.

El Remington no era un recién llegado emigrante en busca de fortuna y posibilidades que no se dan en la ‘encantadora’ provincia; ya conocía la plaza capitalina y todo fue reinstalarse con su hermano Rafael, el Tata o el Grande como acostumbraba llamarle indistintamente. Eso fue: reinstalarse con mayor amplitud o con muchas más alternativas que en la estrecha y chata Guadalajara, y ubicado por las circunstancias en un lugar más propicio para un profesional como él. Profesional en las apuestas, pendencias y querencias. ¿Es que era otra cosa el Remington?

Peleas de gallos, carreras de caballos, tiro al blanco, casinos. Amparadas por políticos venales e influyentes, proliferaban esas diversiones tan necesarias para los nuevos ricos recién paridos por la revolución.

Si se da por válida la tesis que señala que México, capital, es otro país entonces el Remington era un exiliado. Pero igual que tantos que aprovecharon las coyunturas políticas en los sesentas para irse a Europa -continente entonces hospitalario a refugiados-, ¡nada mejor, decía más de uno, que un buen exilio en París! Nada mejor para el tapatío personaje que un horizonte más amplio; allí, y ya unido por carretera El Casino de la Selva, ‘desplumadero’ de alto voltaje que en Cuernavaca convocaba noche a noche a ricos capitalinos -ricos en verdad, no como los provincianos- y a las mejores prostitutas del país. Por razones de su quehacer profesional debió abandonar la modorra provincia e irse a La Ciudad de las grandes oportunidades en todos los aspectos; ‘buenimalos’.

Su carácter medio provinciano y medio urbano, pueblerino y diplomático, le franquearon la entrada a los sitios en donde había jugada en cualquiera de sus presentaciones. Que si eran ‘brincos’ o casinos clandestinos disfrazados en casas aunque prohibidos legalmente; que si palenques galleros, o el mismo hipódromo. Era un todoterreno en tratándose de lo suyo, y mejor si había mariachi y mujeres.

Vestía, faltaba más, de charro casi siempre y con trajes finos siempre haciendo alarde de solvencia; conocía las reglas del juego urbano de la gran ciudad: sabía halagar con regalos costosos a quien quería granjearse. Dedicado también al comercio de caballos finos, conocedor del mercado equino, compraba, vendía y regalaba -según el caso o conveniencia- ejemplares costosos. Cuidado de que alguien dudara de sus conocimientos en la materia, pues se jactaba de ser hombre de a caballo. Muy hombre. Macho.

No falta; allá se encontró con un paisano, de Teocuitatlán, y en una charreada a la que asistían también militares además claro de charros y espectadores civiles, tuvieron una diferencia de criterio al juzgar las habilidades de jinetes y ejecutantes de ese ritual que interminable parece a quienes no están avezados al lienzo donde se pachonea, colea, se píala, jinetea y calan caballos. Su interlocutor lo calificó de charrito banquetero y de saber más de autos y pistolas que de caballos. Poco faltó para que repitiera su número predilecto a boca de pistola, pero la sicología contradictoria del empistolado y al retarlo frontalmente el paisano “no soy de los que tiemblan con el tal Remington y si quieres ‘orita’ nos rajamos el alma”, aquello acabó con la separación de los rijosos por parte de amigos mutuos.

Extraño el comportamiento de quien al ser encarado sin miedo y al tú por tú, parecía desarmársele su mecanismo interno: “Soy su amigo, Don Danielito…” y continuaron presenciando la charreada como si nada hubiera ocurrido, si bien el de Teocuitatlán nunca le dio la espalda ni bajó la guardia durante todo el evento. Algo sabía de la forma de ser del pistolero, seguro.

El Hotel Regis, arruinado por el terremoto del 85, por alguna extraña razón era el favorito de los tapatíos en la capital. Fue allí en el lobby donde se encontró una tarde con un tal coronel Montañez, conocido suyo del circuito del juego y en el que la conveniencia es el mandamiento principal.

“¿‘Pos’ qué vientos te trajeron ‘pacá’, Remington?” Algo le respondió de que allí estaba porque se hospedaba con los que iban a participar en el desfile de la Unión Nacional de Charros, y la plática fue a dar al tema favorito de ambos: a los caballos. Montañez así como así calificó como ‘sardinas’ los caballos que llevaban los charros de acá semejantes a los de las calandrias de Guadalajara. “Anda y mira los míos pa’ que te limpies los ojos y es un favor que no le hago a cualquiera…” -y la respuesta de que- “que vaya cualquiera porque lo que es a mí tus caballos…” -prendió al coronel, hecho en campaña y en trifulcas, quien intentó sacar la pistola.

Allí en el lobby del entonces elegante hotel, y balbuceando algunas maledicencias quedó tirado moribundo el militar. Nadie pudo evitar el desenlace de aquella ‘caballeresca’ conversación, concluida con la rapidez de quien desenfundó y disparó primero, para luego amenazante con sus dos pistolas salir y perderse por entre los transeúntes y vehículos por la avenida Juárez a plena luz del día y sin quien se lo impidiera.

Continuará…

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