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Entrampaje

Y Luego…

Por Alvargonzález; 5 de febrero de 1998

Nomás amaneciendo el año en cur­so y comencé a ver la recuperación an­dante y rodante. Por todos los rumbos de la ciudad, ellos, para los que las mo­dernas urbes están hechas, relucientes con los colores de moda (que por cier­to obedecen a una coordinación indus­trial prodigiosa, pues dos años antes de que los colores salten a la moda, son así, decretados); y envolviendo ufanamente a su contenido humano.

Si nos atenemos tú y yo a la simbología de la que se valen los indicadores económicos, no nos queda más reme­dio que aceptar que el repunte ha lle­gado ya. Rodantemente, pues son símbolo variopinto de la bonanza y del desarrollo desde el punto de vista co­lectivo e individual. Mas también son símbolo de la paradoja entrampante que parece englobarnos. Pregoneros de capacidad económica personal, pero ¿de qué te estoy hablando? Sí, de ese asunto que nutre infinitamente la conversa de muchos seres más o me­nos humanos que hacen girar en torno a él su vida, y que no es otro que ¡el automóvil! ¿No te sorprende la gran cantidad de autos nuevos que han ingresado a las esclerosadas arterias de la ciudad? Dime cuál coche traes o te lleva, para poderte decir en reciproci­dad tu hipotética calidad humana. Es que son eso que te decía: pregoneros de superioridades o lo contrario; se desplazan por las calles vociferando –tal cual– un mensaje bien subliminal: “quien aquí viaja pertenece a tal rango social…”. Ni modo, las normas son las normas y nadie soy para cambiarlas.

Según esos dictados implícitos no son lo mismo Juanvocho que don Pon­chojaguar; el auto al rodar marca dife­rencias, plusvalúa o lo contrario. Estamos en la era del ser-marca-de-co­che, y ellos son indicadores macroeconómicos del bienestar colectivo, según razonan los especialistas. ¿Macabra la economía? Dímelo tú. Hasta donde al­canza a ver mi roma inteligencia, la compra de autos refleja recuperación –y en ese sentido seguro pronto sanará la anorexia que padece mi cartera, y por el efecto rebote o cascada–, y hasta donde mis présbites ojos observan, han ingresado muchos coches nuevos a la vialidad urbana acarreados flamantes por los camiones nodrizas –o ve tú a saber cómo se llamen–, que los traen directos desde las plantas. Mas no reemplazan sino que se suman a los ya existentes. Magnifico, sólo que ¿hasta qué punto va a resistir la esclerosis callejera? Paradoja entrampante: la quesque recuperación puede traducirse en atragantamiento. Pero no es cosa de preocuparse, falta tanto para ello…

Maravillosos, flamantes, complejamente computarizados (¿te acuerdas los remotos tiempos aquellos cuando podías remendar una falla con un pasador de pelo?), en tonos y colores sorprendentes. Yo estoy a punto de lanzarme por los caminos del marquetín teológico y patentar a una divinidad cuya especialidad celeste sea ayudar al automovilista a encontrar lugar para estacionar su vehículo. Tentativamente ¿te parece bien el nombre del “Ángel del buen parqueo”? Pronto, y debido al proceso de transculturación, seguramente ya estaremos hablando de “parquear” el auto, por lo cual mi propuesta ya es de avanzada, en cuanto a la venta de amuletos cuasi sacros o mágicos para que las divinidades auxilien al autero a encontrar sitio para dejar su símbolo rodante en las calles de la ciudad. Recuerdo con nostalgia –allá por los cincuentas terminando–, cuando llegó a la ciudad un símbolo generalizado consistente en encerrar en un círculo una E, a su vez cruzada por una línea transversal; eso significaba que allí nomás no, y digo “significaba” porque hoyendía son trozos de lámina colgando de postes que se traducen en una especie de: “éjele. ¿No que no?”. Y por la simple y sencilla razón de que resulta muy incómodo colgarse el automóvil al cuello para llegar al punto final de destino urbano al que se dirige.

Autos, autos, autos y más autos. Bienvenida la bonanza de lámina rodante… caminando hacia el entrampamiento. Autos que son símbolos –e insisto en ello– de la felicidad.

Tengo años tratando de reencontrar un cuento maravilloso, creo que de Wenceslao Fernández, genial humorista español, que se llama simplemente así: “El hombre que compró un automóvil”. Y lo quiero releer porque es la descripción más elocuente de quien pone sus aspiraciones en un vehículo, y la desgraciada resultante de aquello. Así el sujeto del cuento, descrito con humor de altos vuelos, acaba siendo profundamente infeliz. Ahora mismo y a otro propósito totalmente personal, recuerdo a mi primo Rodolfo que un buen día viéndome corretear a mi nietijo (una especie de nieto hecho a mano propia, por decirlo de forma decente), simplemente me dijo con gran voz y sonrisa: “pero querías cochecito nuevo…”. Que mi pequeño Alvargonzález casi me parta la rabadilla, me divierte y aun vitamina, pero de pasada se me ocurrió contarte ese asunto y a propósito del sesudo tema que nos ocupa. ¿Son felicitantes o lo contrario, infelizantes, los autos? Ca’quien sus razones para apreciarlos o no tanto.

Hace buen rato, cuando me iniciaba como volador con la lengua desde una pequeña antena situada hacia el viento de San Pedro y en tierras tecnológicas, se presentó un heroico radioescucha: el Prof. Vázquez, quien había elaborado una oda poética en la que narraba la aberración del amantazgo con los autos. Años después, en ‘anglias terras’, di de ojos y entre la revista dominical de un periódico, con otro poema en los mismos términos sustantivos. Los hijos del Prof. Vázquez deben tener copia de su obra, y yo conservo la del autor inglés que entre otras cosas señala algo muy significativo en la relación entre los humanos y ese tonelaje mecánico: ¿te has fijado que cuando la tele te muestra imágenes de disturbios colectivos en cualquiera parte del mundo, la multa turba se lanza enlaminada o encarnizadamente contra los autos? ¿Por qué en esos momentos críticos de reventazón –señala el autor inglés–, la furia se dirige contra el supuesto felicitador del ser humano? Yo les dejo la tarea investigativa a especialistas en áreas tan complejas como la sociosicoantropología y zonas afines del conocimiento.

Qué bueno que sigan llegando; qué bueno que ese trozo del mercado se mueve. Lo único malo es que ya debemos reconocer de una vez por todas que las ciudades, sus espacios mayúsculos y su oxigeno respirable, no tienen la función de complacer al ciudadano. Las ciudades, ya, son del automóvil. Ni modo. Bienvenidos y súbete a la banqueta, porque cuando andamos a pie estorbamos al objeto central y único de la urbanidad: su majestad, flamante o mostrando el efecto de los años transportando a diversas clases de ciudadanos; otorgando jerarquías y marcas, pero igual ¡entrampándonos!

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