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Experire

Y Luego…

Por Alvargonzález; 2 de octubre de 1997

San Ildefonso es espléndido, y digo eso porque no creo que ningún adjetivo alcance para ampararlo. Plateresco, por si quieres que utilicemos algún de­nominativo del género arquitectónico, y que se puede traducir como “fruto del siglo XVIII, y su plata incubadora de arquitectura monumental”. Colegio que fuera de los jesuitas e instalado en el justo centro de esta nuestra rudapa­tria tan concéntrica. Y te cuento de San Ildefonso, después convertida revolu­cionariamente en la Prepa Nacional (¿adviertes cómo todo lo “nacional” está allá?), porque durante algunos años que estuve persiguiendo el salario no tan mínimo en México, aquel edifi­cio se convertía en el albergue de mis cavilaciones vespertinas. Mencataba ir a un patiecillo y sentarme en sus ban­cas bordeadas con magnolias a hilvanar más de alguna elucubración.

Allí imaginaba, por ejemplo, en lo que pensaría Orozco mientras pintaba con su contratada brocha los tres nive­les de construcción convergentes hacia el patio. En la planta baja esa cautivan­te “Trinchera” y otros motivos revolu­cionarios; pero observando los trabajos en orden ascendente, me parecía obvio que al muralista le había ganado la premura, entre piso y piso. No hagas mucho caso a mi apreciación como crítico de arte, pero la fiereza del trabajo pareciera irse perdiendo a medida del avance de la obra, y ya en el tercer piso las figuras son rápidas caricaturas. Pero lo que Orozco pintó quedó expuesto… a los prepos. Ignoro cuánto tiempo haya tomado remendar los desfasamientos hechos por manos de es­tudiantes meshicas que pasaron por el edificio colonial inscribiendo cosas tan ingeniosas como: “Aquí estuve. Colón, octubre 13 de 1492”, y que se leen aún con un poco de paciencia y viendo las pinturas muy de cerca. En todo caso, cuando lo visitaba en tarde de ocio, el edificio de San Ildefonso no era sino un ralo albergue de dependencias y dependientes de la UNAM, amparados por un doble claroscuro: el del edificio y el del presupuesto, éste último como el de tantas otras oficinas públicas, cuyo manejo de fondos resulta más oscuro que lo otro. Era un lugar que se podía recorrer sin las cortapisas de hoyendía, convertido en no sé qué.

Ya había dejado mi calidad de indocumentado en el llamado Défe, cuando leí que el edificio albergaría una exposición llamada algo así como “México, tres mil años de historia”, y sentí una especie de profanación del espacio inspirante de mis meditaciones durante tres años. ¿Por qué “independencia” significó “desplome” del sistema educativo? Pero más allá de lo especulativo, lo visible. Fíjate, en algo que debió haber sido aula, estaban los deshechos de algún museo de Historia Natural; redrojos de sospechoso origen. Pero entre todos los animales disecados y en estado lamentable, había ¡dos momias humanas! Aquello era un espectáculo estrujante. ¿Por qué allí y de dónde llegaron? Y, con un poco de suerte, esa tarde tal vez estarían preparando para acto académico la Sala del Generalito, y por ello tendría la oportunidad de sentarme en algún sitial del que fuera el coro del Convento de San Agustín, obra labrantía en madera de hechura angelical. Y al subir una escalerilla, ver la forma en que el pintamurales entrelazó a Cortés y a La Malinche, desnudos, pero sin atreverse a insinuar siquiera –el pintor– lo que seguro (por bien o por mal, dímelo tú…) le sobraba a Cortés. ¿Liso el áspero y guerrero conquistador? Crioqueno, y crioque al que le faltó temple fue al pintor… ¿Se dice “temple”? ¿Un eunuco bastó para derrotar a los Caballeros Águila? Mal comenzaba esto.

De pronto y disfrutando a destiempo mis vagancias por los pasillos de San Ildefonso con sus tres patios, casi se me olvida la razón por la que me acordé del lugar. Todo por una palabra cuyo significado en ocasiones me rebasa y en otras se me olvida: experiencia. ¿Qué es o qué será la tal “experiencia”?

Nunca tuve la oportunidad de visitar aquella exposición de los tres mil años de historia y muy a tono salino del grandioso presidenturno pasado. ¡Nomás tres mil años! Aun concediendo que nuestra historia tenga tal extensión, ¿cuál es su grado de convertibilidad a “experiencia”? No sé por qué en lo que es mi cómica historieta personal –que algún día te la contaré para que rías–, percibo que justamente la experiencia es eso: no olvidar lo que me ha ocurrido a fin de tratar de evitar que vuelva a suceder. ¿Será eso la experiencia, entendida como fruto del pasado con aplicación al futuro? Hay quienes afirman que es la suma de errores cometidos, cosa que me parece tiene algo de sentido, siempre y cuando esa suma tenga una paradójica intención: no sumar más que los indispensables errores y pa’lante.

Alguna vez hace años, y antes de que fuera tan evidente su manejo del marquetín, Castaneda en sus enseñanzas de don Juan, mencionaba algo que aconsejaba el chamán: “consúltalo con tu muerte”. También Loyola, el de los Ejercicios Espirituales, recomendaba más o menos lo mismo. ¿Consultar qué? Las grandes decisiones de la vida, que seguro asumen otra perspectiva vistas desde el punto final. Es un poco difícil de asumir la recomendación, porque implica un esfuerzo mental no muy común; y no es cosa de imaginación, sino de aceptación de la única certeza que nos acompaña durante la vida. Pero ¿eso qué tiene qué ver con la tal “experiencia”? En sentido estricto mucho, pues en apego a la raigambre de la palabra, resulta no ser otra cosa que derivativo de ‘experire’, de ese verbo de donde procede “perecer”. O sea que es la espléndida dualidad vidimuerte, que implica que segundo o día pasado es justamente eso: tiempo muerto que nos acompaña como equipaje –y en la memoria– mientras navegamos en el calendario. Entonces ¿a más cantidad de años, más de ese subproducto llamado “experiencia”? Falso, porque más que tener qué ver con la longevidad, tiene vinculación con la conciencia del tiempo pasado; o con la capacidad para ¡exprimirlo! con toda su jugosidad.

Lo de la presunta “experiencia laboral” lo dejo a la interpretación de las empresas contratantes y sus cuerpos de apoyo parasicológico. Más me intriga la que podría ser denominada “experiencia nacional”, o qué tanta expertéz para el manejo del futuro nos dan esos supuestos tres mil años de historia que fueron expuestos en su tiempo en San Ildefonso; o –como ha acomodado a otros regímenes– ¿somos un país joven, inexperto y bisoño? O ¿qué nos ha impedido aprender de tanto dolor y sufrimiento –muerte–, envuelto en la Historia de la rudapatria? Me acuerdo tanto de aquello que nos repetía Luis Sánchez Villaseñor, del “errando, errando, se aprende a errar”, e insisto en que mucho de lo aplicable a la historieta particular y minúscula tiene resonancia colectiva. Erramos, erramos y ¿ya vamos aprendiendo a errar? Y mejor ni te cuento de mi experiencia personal porque percibirías que es muy fácil advertir los grandes problemas nacionales desde mi tecleante máquina, pero los personales son otra cosa. ¡Ay, experiencia, qué difícil es tenerte!

Táte bien, y luego… te busco.

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