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Hidalguía I

Y Luego…

Por Alvargonzález; 7 de septiembre de 1996

Mira que soy de muy lento aprendizaje, y tanto que tuvieron que pasar poco más de diez años para que percibiera por qué Alberto Valenzuela, jesuita suyo y maestro mío, denominó una materia que nos daba con el extrañísimo genérico de “Tonos”. Las tales clases allá por el 64, y descubrir lo que eran lo hice por el 75 y ya con el vicio asumido de echar a volar la lengua desde antenas. ¿No te había contado que padezco ese vicio de ventilar la lengua con la ayuda del hertzio? ¿Incurable? Tal vez.

Los tales “Tonos” resultaron ser justamente eso: ajustar el lenguaje a las circunstancias. Fácil, ¿no te parece? Ahora que pululan las licenciaturas y los licenciados en comunicación, y que los medios electrónicos han reubicado a los impresos, tal vez parecería un anacronismo citar a Valenzuela y el fundamento capital de aquellos “Tonos” convertidos en materia desafiante de mi capacidad mental juvenil. Insistía en que el mejor tratado de lo que ahora se llama “Ciencias de la Comunicación” –y que entonces se denominaba simplemente “oratoria”, o el arte de hilvanar oraciones para decirle algo a alguien, como lo intento precisamente contigo hoy–, el mejor era (y sigue siendo) ¡la Retórica de Aristóteles! Por favor, vamos guardando tú y yo el secreto a fin de que ya no surjan más comunicólogos comunicantes sin-nada-qué-decir y expuestos a la trituradora del desempleo.

Aquella enigmática materia puede resumirse en su fundamento aristotélico como el adecuado manejo del ‘ethos’ (costumbre o conducta), del ‘logos’ (habla o discurso) y del ‘pathos’ (todo lo que se siente o experimenta: estado del alma, tristeza, pasión, padecimiento) propios y ajenos, al intentar decir algo. ¡Así de fácil y dicho con las originales palabras de Aristóteles! Mas como estas líneas no pretenden ser un curso de comunicología, sino algo muy distinto y ajustado al tono presente y septembrino, vamos a ello: a la hidalguía mexicana.

Cuento largo y sustancioso la formación de apellidos. ¿Cuáles los tuyos? Nos recomendaba el maestro Valenzuela: “Si tuvieras la paciencia de averiguar los de tus bisabuelos, notarías la trama inextricable y misteriosa que constituye nuestro ser actual: tú tu ser y yo el mío”. En algunos casos esa averiguación se hace detectivesca y laberíntica, por aquello de que no hay familia sin misterios manejados más o menos velada o desveladamente y nada novedoso en ello. Fíjate, el mismo sentido estricto de “familia” tuvo un origen igualmente misterioso así como romano y amplio: el patricio, el señor, amparaba bajo su nombre a todos los que habitaban sus dominios, incluso a sus fámulos o sirvientes. Así, “familiar”, originalmente significaba dependiente o servidor.

La costumbre prevaleció andando el calendario y en la Edad Media española; de las casas solariegas surgieron los apellidos que nutren hoyendía multitudinariamente los directorios de teléfonos. El godo don Gonzalo originó la casa de los González. Un tal don Juan –sin ninguna resonancia tenoria–, originó a los Juanes que devinieron en Juárez por simplificación fonética. ¿Y qué me dices del nada raro nombre de Pedro? Los Pérez, y todo porque durante buenos y largos siglos igual a los Pedros les llamaban Peros (algún día te contaré la historia de la hotelería mexicana, primera en el continente, y de su primer concesionario, un grandulón al que le decían Perote). Y Sancho fue nombre usual, y de don Sancho los Sánchez. Cualesquiera que sean tus apellidos, te aseguro te sorprendería conocer la historia de la formación de ellos, que tiene similitudes en más de un idioma, por ejemplo: la terminación ‘ez’ en castellano, es el equivalente del ‘son’ inglés o del ‘sen’ nórdico, y así, Richardson resulta ser el hijo de Ricardo, o Petersen el de Pedro.

Pero hay otras fórmulas en la manufactura gentilicia, o en la forma de denominar a las gentes. Así, los oficios como el manejo de la fragua y el temple del hierro, originaron Herreros, Herreras y aún Herrerías. El lugar de asentamiento de la casa solariega se convirtió en denominación de sus habitantes: los del Río, del Bosque y Montes, toponimias gentilicias. Incluso características del lugar también sirvieron, ¿eres acaso Flores o Rosas? En el momento del trasvase continental, cuando llegaron a estas tierras en persecución de la felicidad, ancestros desconocidos de más de uno de nosotros, el lugar de procedencia se convirtió en apellido. Te iba a decir un mal ejemplo: que los Vizcaíno (¿te suena?) fueron personificados por Juan el Vizcaíno procedente de Vizcaya. Juan –el fundador de toda una herencia genética que puebla el sur del Estado– de hecho provenía de Galicia, a donde seguramente habían emigrado desde la tal Vizcaya sus ancestros.

Te aseguro que no me he apartado del tema de la hidalguía mexicana, y que es tan extenso que por primera vez en las cuarentaintantas ocasiones en que te he buscado desde este cajón editorial, me va a ocupar hacerlo en tres partes escalonadas. El asunto me parece tan medular como septembrino: el rescate de una hidalguía extraviada en nuestra carrera histórica colectiva.

En contraste con esa presunta e hipotética “hidalguía”, un dato que a mí me parece conmocionante. Cuando llegan los indocumentados europeos a estas tierras –te advierto que estamos en un continente de indocumentados, pues hasta ahora todos los datos apuntan a que el humano no es aboriginario de estas tierras sino emigrado hace 35,000 años a lo más–, traen algo que todo viajero lleva en sí: sus recuerdos; su añoranza de la tierruca de nacencia y procedencia. Es algo profundamente humano y si no lo crees, asómate a las fiestas patronales de Tepatitawn o Jalostotitawn y pregunta a los emigrados si no extrañan su raigambre, y si no se identifican allá en California como “procedentes de…”. Así, Castellanos de Castilla, Vizcaínos de Vizcaya, del Toro, de Toro, en Salamanca; los de la Torre (¿de cuál de todas las torres?), pregonaban gentiliciamente su procedencia. Pero lo que me conmueve es un hecho históricamente estrujante y personal que aparece justo en el acta de fundación de Guadalajara, al pie, donde las firmas. Entre todas ellas, no muchas, una –y cuánta felicidad hubiera tenido algún especulador de bienes raíces cuando el Valle de Atemajac aparecía virginal y retante, de que su firma hubiera estado allí–, la de ¡Juan del Camino! ¿Quién fue él? Ni tú ni yo sabremos, pero sí podemos deducir que él no quería acordarse de su punto de partida; podemos imaginar que se inventó apellido, en un acto de lesa humanidad nada extraño, propio de quienes emigran tratando de dejar atrás su anterioridad; su pretérito, sus recuerdos y aun sus olvidos.

Y ese, el tal Juan del Camino –sin progenie ni procedencia–, me sirve (espero que a ti también) como medio de contraste con la hidalguía. ¿Hidalgo tuvo hidalguía? En más de un sentido, sí, y de eso nos ocuparemos en los próximos dos encuentros –si quieres– aquí.

La formación del apellido Hidalgo es justamente una contrapartida a lo que pudo haber sido Juan del Camino, hijo de nadie que valiera la pena mencionar; hijo en todo caso del Camino ese que machadianamente se hace ¡andando! y pa’lante, olvidando las fatigas del camino andado. Los hidalgos tienen su culminación en el Quijote, cima de la caballería. Apellidos, blasones de señoríos conquistantes. Los fijos –hijos– de Alguien (con mayúsculas) devinieron en hidalgos. Hidalgo el que engendró una mexicanidad que aún no sabe si independencia o dependencia-in son lo mismo; una mexicanidad que anda buscando, en su orfandad, una madre patria que la adopte para pagar las deudas que le ha ocasionado el mal manejo de su herencia, y luego que se creyó madura y tanto que pegó el grito. ¿Seremos hidalgos los mexicanos o vamos a seguir siendo del camino al grito de “a ver qué sale”? Creo que es buen tiempo, septiembre, para revisar en tono maduro lo que inició Hidalgo. Luego seguimos en este tono…

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