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Intrascendencia

Y Luego…

Por Alvargonzález; 18 de septiembre de 1997

El periodismo, al par del tiempo, se ha complejado (tal cual); o complicado, si prefieres decirlo así. Antes –incluso en los no muy remotos tiempos cuando intenté vanamente ser periodista– la profesión no se había especializado en grado superlativo y todos le podían meter mano a cualquiera asunto. Ahora no más: especialistas en narco­-política y en política narcótica o ador­milante; especialistas en economía subterránea y en economía ventilada pero igual de in-explicable; filósofos del patabola y filósofos o exégetas de telenovelas y películas. Ca’quien su propia reducida y sesual área, fruto de la ar­chiespecialización del periodismo.

¿Y yo? Gran mérito del diario te­nerme aquí, o exhibirme, lo mismo da, como especialista ¡en cuestiones de profunda intrascendencia! Y peor te la cuento: me siento afectado (no tan pre­maturamente) de un mal que acom­paña la senectud: la repetitividad. Me repito, me repito y me re-lo-mismo. Tal vez sea anorexia cerebral lo que me afecte, pero diagnósticos aparte de nuevo me da mi respetable gana afir­mar que el mito y la historia de la mano van; que tú y yo –para fines de convivencia– mitificamos nuestra pro­pia historieta a fin de hacernos acepta­bles a los ojos ajenos. Pero cuidado: hay que usar la proporción exacta de mito y verdad, so pena de entrampa­miento. Pero ¿esto a qué viene a cuen­to? Buena pregunta me haces, tal vez a cuento de que vamos en septiembre, un mes engañoso en la suavepatria, pues transitado el 16 el fervor decae, las banderitas como que ya no saben a lo mismo y pareciera que ya no que­dara más sino esperar pacientemente el 12 de diciembre, fecha en la que –según nuestro calendario azteca– con­cluye el año y empiezan las francachelas decembrinas. “Septiem­bre, mes de…”. ¿Todo el mes o sola­mente quince días? De cara al calendario se me olvida mencionar cuestiones igualmente intrascendentes, tales como afirmar que –según mi mio­pía– la Historia es un mito funcional. ¿Será? Como siempre es más fácil ver pestaña en ojo ajeno, entremos en materia.

Para mí la Historia no es cuestión de fechas. Qué va, pero si te gustan, una: 19 de enero de 1350. Y como últimamente se pusieron de moda las historietas de reyes y principitas, tengo el placer de presentarte a Eduardo III (hijo de Eduardo II, y mira qué costumbre era de los monarcas de ponerse número en lugar de apellido).

Dicho rey –entre otras cosas– le hizo un gran regalo a Francia: Santa Juana de Arco, servida a las brasas o preparada a la leña para que veas lo poco que han cambiado las cosas en la Corte de Saint James, a Eduardo III le gustaba el danzón, y no tanto con su respetable esposa sino con cortesanas (modo elegante de llamar a las colchoneras de época).

Pues aquel inolvidable enero (¿inolvidable?) el monarca bailaba con Juana, Condesa de Salisbury, y ándate que a la favorita Juanita se le cae la liga que sujetaba una de sus medias-calzas (así se les llamaba a las que ahora son simplemente “medias”); y el diligente y caballeroso monarca, a la mitad de la pieza musical, se arrodilló ante su pareja de danzón (y decían que de algo más también), y en forma graciosa y delicada volvió a colocar en su sitio aquella “jarretera” o ‘jarretiére’.

Mas como escuchara cuchicheos y risillas ahogadas, emitió una frase que ya tiene sus buenos siete siglos de resonar en los palacios británicos: ‘Honni soit qui mal y pense’. “¡Maldito sea quien mal piense!”. ¿En francés? Ese era idioma de la corte, y bien a bien nadie malpensaba del monarca; simplemente todo mundo sabía de la profunda amistad que unía –a ratos más y a ratos menos– a la Condesa con el Rey.

Y de aquel bailongo y la real habilidad para volver a su sitio la jarretera extraviada –grito aclaratorio también–, surgió la llamada Orden de la Jarretera, que es ¡la máxima condecoración que el trono británico puede otorgar a cualquiera (hombre, claro) fuera del ámbito nobiliario! No sé si alcanzas a detectar algo de mitológico en el origen de ese distingo que sólo puede beneficiar a 26 miembros vivos y originarios del llamado –también mitológicamente– Reino Unido.

Tan unido que la semana anterior los escoceses decidieron formar su propio parlamento, que no existía precisamente desde tiempos del mismo Eduardo, conquistador de Escocia.

Por cierto, cuentan los que fueron al baile que el ronco pecho monárquico también dijo: “El que hoy se ríe, mañana se honrará en llevarla”.

Si se refería a mí, paso, pero lo que no puedo pasar por alto, es que me da la impresión de que el mito monárquico britón requiere de enjarretamiento.

Y déjame seguir siendo reiterativo: toda historia implica la renovación de sus mitos.

Si estos dejan de funcionar, doña Historia deja de auxiliar en la hechura del futuro, incierto periodo en el que estamos condenados a pasar el resto de nuestra vida individual y colectiva.

Por cierto, y reiterando mi gratitud al diario por permitirme abusar de tu tiempo desde este rincón de papel, hace algunas semanas me brotó por los dedos una rara palabra: “oxímoron”, que también se puede escribir con “y”.

Te digo, nomás quitándote el tiempo con ¡profundas intrascendencias! Ese es justamente el oxímoron: no se puede ser profundo y lo otro; la intrascendencia se caracteriza por la superficialidad, ¿no? Sucede que en los tiempos en los que la oratoria –y no el marquetín– era la principal herramienta de convencimiento político, ella recibía un pomposo nombre: “Retórica”.

Por cierto, el tratado más completo sobre las oximorónicas Ciencias de la Comunicación (¿de veras serán “ciencias”?) que he leído, se llama justamente así: “La Retórica”; y fue escrito por un tal Aristóteles ¡hace dos mil quinientos años! Pues el arte retórico clasificaba las herramientas de convencimiento en “metáforas”, “epítetos”, etc.

Y una de ellas era precisamente el término que sirve para seguir aquí contigo: oxímoron, que más o menos puede ser definido como “aguda contradicción”; los mejores son aquellos en que dos palabras chocan en su cúspide.

¿Un ejemplo? (por cierto, Aristóteles decía que para dejar las cosas en claro, nada mejor que los ejemplos; y también en su Retórica afirma: “si tienes la razón, aclara; si no, confunde…”. Consejillos gratuitos del maistro griego).

Ah, sí, el ejemplo: ¡Divorcio Civilizado! ¿Se puede dar? ¿Dónde? Otro oximorónico caso pudiera ser el referido, claro está, a sexenios muy lejanos de nuestra realidad nacional tan recuperada hoyendía: ¡Político honesto! Perómbre… cualquier niño de parvulitos sabía perfectamente que ser político equivalía a ordeñar la flaca vaca patria, y que sólo la palabra “discreción” podría ser utilizada como sinónimo de honestidad u honradez, y si le ordeñaba como don Miguelito, por donde no se notara mayormente.

Uno más, muy septembrino, pudiera ser el de ¡Santos Héroes! El historión nacional nos los presenta como individuos impecables, inflamados de amor patrio y despojados de todo egoísmo, y la consigna pareciera ser: “no rascarle”, y ¡malditos sean los que piensen mal!

Pero esos héroes bronceados –hechos de bronce–, poco dicen a los que creemos que el presente pluscuamimperfecto que vivimos no es sino consecuencia de todo un proceso, pues como diría el retórico latino: ‘nemo repente fit summus’: “¡nada somos de repente!”. ¿Tú sí? ¿Te funciona tu mito? ¿Tu historia verdadera?

Táte bien y luego te busco.

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