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Minería

Y Luego…

Por Alvargonzález; 20 de septiembre de 1997

“Para una mina, otra mina”, y quien ello me dijo hace años tenía el horrible vicio de la minería. ¿Vicio? Si alguna vez has tenido la oportunidad de conversar con quienes se dedican a tan subterráneo oficio, podrás percibir que en ellos hay una adicción enorme; es como jugar al “ráscale” pero en serio, y removiendo toneladas de tierra persiguiendo esa veta que rara vez aparece.

El asunto de las minas es profundo y oscuro –como los socavones de que se valen los mineros–, consonante a septiembre y lleno de aristas. ¿No te acuerdas de aquello de que la Historia es un delicado y aun explosivo juego de palabras? Vaya que si lo es, y vamos por partes a fin de que percibas la suti­leza ramplona de mi afirmación.

Allá cuando aquel septiembre le­jano del Grito, uno de los efectos inmediatos de los cuatro meses ciclónicos que duró el levantamiento de Hidalgo, fue el destroncamiento de la industria minera en Guanajuato. La toma de la Alhóndiga y la degollina de gachupines en su interior, no es más que el símbolo visible de lo que veladamente ocurrió: la furia revolucionaria acabó con la funcionalidad del primitivo sistema extractor de plata y metales asociados bajo el Cerro de los Conejos. ¿Acaso no significa eso la palabra Guanajuato? Las galerías se inundaron, los túneles se inutilizaron y con ello se fundió aquel polo sustantivo de la economía de un país que iba a emerger a la Inde­pendencia con graves fracturas en su esqueleto productivo fundamental. ¿Error de cálculo de los generales insurgentes? Lo que haya sido, décadas después aún no se recuperaba, pero esa es una de las características de la guerra: el uso endémico y más o me­nos organizado de la violencia para arruinar al enemigo.

México –y si me equivoco corrígeme– es el primer productor mundial de plata. Pero al grito del hermoso vals “Viva mi Desgracia”, tan brillante metal cambió no de constitución atómica, pero sí de jerarquía. Algún día tal vez platiquemos de cómo unos tejos alemanes –tejos o lingotillos de plata– originaron el sacrosanto nombre del dólar. Es que en siglos anteriores y en algunos momentos efímeros, la tal plata fue considerada tan preciosa como el oro. Pero eso quedó muy atrás, pues ahora tan argentina (‘argentum’ se nombra en latín) cuestión va en el rango de ¡materia prima industrial! ¿Sus consumidores?: La industria fotográfica, a toneladas para que tú y yo gocemos paralizando el tiempo con un sonoro ¡clic!: la industria electrónica, para que tú, más que yo, puedas almacenar datos y más datos. O sea que producir ingentes toneladas de plata significa para México lo mismo: vender materia prima que luego adquirirá industrializada y transformada con el sobreprecio correspondiente.

La Historia de la Minería mexicana es formidable. En ella desfilan nombres como el de Juan de Tolosa, fundador de esa ciudad, Zacatecas, que se les olvidó –literalmente– destruir en el nombre del santísimo progreso borrador de la memoria novohispana; también aparecen en ella algunos de los primeros tapatíos por adopción, como Cristóbal de Oñate. Y leyendas tan luminosas como la fogata de aquellos arrieros que a su paso por el mencionado Cerro de los Conejos, advirtieron en sus rescoldos el brillo del mineral, lo que dio origen al comienzo de las excavaciones. O asuntos científicos, como el método de separación del mineral elaborado en Real del Monte, y que mediante la utilización del bien tóxico azogue –mercurio–, permitió obtener mayor rendimiento y menor desperdicio en los llamados “jales”. Y en las épocas recientes la minería como distractora de la sesera colectiva mediante la creación fantasiosa de un Eldorado inexistente. ¿Te acuerdas cuando el Bargueño, en las proximidades de Guachinango, iba a dar el oro necesario para liquidar la impagable deuda externa y más? Pero la historia minera en todas partes está llena de patrañas y de hallazgos espectaculares, como la veta de Concepción del Oro, de las poquísimas que en el mundo se han encontrado de oro virgen; no asociado, como es la inveterada costumbre que tiene al presentarse ese enloquecedor metal.

Para una mina… otra mina. Lo cual, insisto, significa lo complejo y caro de la extracción de metales más o menos preciosos de las entrañas de la Madre Tierra. ¿Mina? Indudablemente la expresión tiene sonoridad a túnel; a excavación o a claroscuro, en ocasiones más oscuro que claro. Para una mina… ¿una pierna?

Había una vez un individuo que se llamaba Gerald Geraldson, y seguro sospechando que con ese nombre no llegaría muy lejos en el terreno de las citas a posteriori, decidió cambiárselo por el de Erasmo; sí, el de Rotterdam. “Nunca he sabido de otros animales capaces de reunirse en una manada de cien mil o más, para echarse contra otros, como los seres humanos lo hacen”, escribió el tal Erasmo. Y hace unos meses que anduve por los rumbos del Klondique, donde prendió la fiebre del oro en 1897, imaginaba esas manadas humanas confrontadas por el mineral tan apetecido. ¿Pero por qué los intereses creados han llevado la minería a extremos de locura que sólo palpamos de rebote? ¿Te acuerdas del supuesto juego de palabras que es la historia?

Hay que excavar, requisito ‘sine qua non’ de la minería. Estaba leyendo una entrevista con Cornelio Sommaruga, quien iniciara una campaña a la que se sumó la extinta principita, y en contra de una epidemia sigloveintesca: “si en 1977 se hubiera detenido la colocación de ¡minas!, con los actuales métodos de detección de tales artefactos, tomaría aproximadamente dos siglos desactivarlas”. ¡Horror! Dentro del esquema bélico –de la violencia sistemática para anular al enemigo–, las minas tienen un enorme virtuosismo; por ejemplo su costo: no mayor a 20 dólares, costo que se reduce, claro, en compras al mayoreo. Y el costo para desactivarlas luego de localizadas, anda sobre ¡mil dólares! caduna. ¿Su función? No tanto matar al enemigo sino mantenerlo a raya, aterrorizado, y por ello ¡los millones de piernas amputadas a quienes ni quieren ni tienen ningún interés en la guerra! ¿Hay quienes la puedan querer? Pregunta a los fabricantes de minas y demás alifafes… Según las inefables estadísticas, de cada diez heridos por las ¡120 millones de minas instaladas en el planeta!, ocho son civiles. ¿Niños? Gran cantidad de ellos.

Mi reblandecida sesera no puede recuperar el nombre (por allí debe estar en alguna circunvolución sesual) de quien en Jaipur –en la India–, con elementos de descarte, fabricó la llamada “pierna de Jaipur”. Su ocurrencia tecnológica fue fruto del dolor y luego de presenciar la gran cantidad de amputados a causa de las minas, y esa, la prótesis de Jaipur, es el recurso más socorrido para “reparar” literalmente a los 25,000 seres humanos que anualmente resultan víctimas de las minas. ¡Horror esa minería!

El jueves apenas, un diario de esos de tiraje millonario y primermundano, encabezaba su edición así: “Clinton dice que los Estados Unidos no se adhiere al tratado de prohibición de minas”. Te digo, en eso de la minería y con la ambigüedad del término, los intereses creados son tan subterráneos como los socavones que requieren unas y otras minas para funcionar.

Táte bien, y luego… te busco.

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