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Viejitud

Y Luego…

Por Alvargonzález; 7 de agosto de 1997

Paso frecuentemente por el lugar, y recuerdo cómo en aquella céntrica casa vivían los Reynoso, familión que requería de suficientes habitaciones para albergar a todo aquel regimiento hecho a la usanza tradicional: en casa, una sola y con una sola matriz. Eran otros tiempos, antes de que la tele proclamara el sexo como deporte, y antes del surgimiento de la poderosísima in­dustria del encanto, ya no como artesa­nía doméstica sino como ‘dictum’ hecho-en-serie.

Ahora el caserón es academia con denominativo afrancesado, y en más de alguna ocasión al transcurrir por allí y observar a sus estudiantas (tal cual) aprender los trucos de la belleza, me ha surgido una cuestión fundamental: ¿es Francia la cuna de la belleza ar­tificial? Históricamente ignoro en qué momento La France asumió esa posi­ción teórica y paradigmática, idealismo que se contrapone en el primer momento en el que uno pone pie en tan simbólico país y empieza a preguntarse sobre la “belleza” natural de las aborígenes de la región denominada La Ga­lia por los conquistadores romanos. ¿Todas las francesas son bellas? Luego hablamos de’so, pero algo ocurrió este siglo que ayudó a construir el mito. ¿Qué haríamos tú y yo sin mitos? Nada, pero hay que saber manejarlos.

Se llamó Jalina, y tradujo su nom­bre o lo adaptó por razones de marquetín a Helena; son lo mismo, pero el uno en polaco y el otro en francés. A pesar del maquillaje que le dio a su historie­ta, no creo que si hubiera sido real­mente gente de posibilidades en su natal Cracovia (en Polonia), hubiera sido enviada por sus padres a Austra­lia a vivir con unos parientes agricul­tores (científicos del Colegio de Altos Estudios de Lo Obvio, en Tajimaroa, ha llegado a la brutal conclusión de que “quien puede vivir donde vive no emigra”, publicada en la editorial “Opus Citatum” de Tajimaroa, Univ. donde el lema es: “Ya ni pienses si quieres tra­bajo”). Pero Jalina se acabó llamando Helena, y en Australia descubrió un filón (gracias a su belleza natural y Polaca). Allí empezó a vender una crema hecha “por un médico húngaro que vive en Cracovia, a base de una corteza de árbol que sólo se da en los Cárpatos, mezclada con otras hierbas secretas…”. ¡Sopas! Si te fijas bien, todo producto de belleza debe estar hecho con una sustancia que se genera en tierra incógnita, mezclada con cosas igualmente insólitas por “especialistas” insospechados.

¿Ónde andas, doctor Avilés? Durante largos años aparecieron en conocido periódico de conocida ciudad, anuncios que afirmaba que “gracias a las plantas medicinales del doctor Avilés…”, todo se curaba. El Avilés doctor fue, y mucho, precursor local de un intento derrotante de una lucha bien perdida: contra el calendario y contra el punto final. En torno a ese olvido gravita la que es ahora una poderosísima industria: la de La Vanidad, y que en Helena Rubinstein tuvo la pionera sigloveintesca. ¿Reina de la belleza imperecedera? Más bien, reina del marquetín.

Nació en Cracovia, de allí a Zúrich como escala a Austria en donde pudo sentir en su bolsillo juvenil el alto impacto de vender “belleza” envasada (porque se puede vender de otras formas). En 1904, pasa por Londres y se casa con un norteamericano; es él quien le inspira la idea de conquistar –en el momento preciso– al marcapasos sigloventesco. En 1914 pone pie en Nueva York, y “de ahí pa’l real” (algún día platicaremos lo que esa expresión significa). Ella fue la que enseñó a pintarse a las gringas y la que con un intuitivo marquetín (perdón por no escribir “marketing”, porque me cuesta más trabajo), las hizo abandonar la imagen puritana. ¿Marquetín? Ella misma se hizo Madame Rubinstein, y sus “consultorías” fueron llamadas ‘Maison de Beauté’. ¡Vive La France! “En este país es fácil imaginar una era en que ninguna mujer parecerá vieja, cualquiera su edad… nada es imposible en los Estados Unidos…”; frases textuales tomadas de una vieja revista que me dio mi proveedor oficial de tinta seca (René); allí aparece una foto de Helena, ya con casi 80 años y sólo parece tener ¡900! Bien vieja y bien maquillada. Te digo: bien friega el calendario, pero lo mismo da, pues todo lo que hagas en torno a la infinita vanidad humana –y al anhelo de congelar el tiempo– es bien rentable. Madame Rubinstein fue la precursora moderna de una industria milmillonaria y con sus cursos de belleza “parisienses” con todo su arsenal de productos (500 sumaban a la fecha de publicación de la revista), en los cuales los componentes mezclan términos tan elegantes como “progesterona”, “estrógenos” y varios más como musgo irlandés, perejil de Italia y otros deshacedores de arrugas.

Genia ella y así dicho, en femenino. La primera, insisto, en percibir el enorme filón de la vanidad exprimida con los llamados “medios masivos”. Sí, desde siempre la vanidad ha sido compañera de viaje de la humanidad, pero ella, Helena, fue indudablemente la del gran paso de los coloretes y polvillos de fabricación artesanal, a su producción y promoción a gran escala. Ta ves en lo que ha resultado ese proceso, y no hace falta ser un comunicólogo para pagarle el ojo a la tele y ver las horas que se dedican a eso: a la rabiosa vanidad hecha cremas detenedoras de los efectos del calendario, a jabones, pócimas, untajes, dietas, aparatos, trapos y demás alifafes. Ella arribó a un país que entonces bienvenía la arribazón de extranjeros (europeos, claro), y en donde individual y colectivamente se empezaba a gestar –en el 915– la utopía de la inmortalidad. Me dirás que para entonces Elizabeth Arden ya tenía algunos años en el negocio, pero la diferencia radical consiste en que Helena creó la “ciencia” de la belleza. ¿Será ciencia? Y se valió para ello de la “ciencia” del marquetín.

Frecuentemente paso, te decía, junto a una Academia de Belleza y creo que no está lejano el día en que se eleve a grado académico el de Licenciado (a) en ¡Belleza!; eso previo al surgimiento del doctorado en Alta Belleza, que sería de gran utilidad para embellecer a la rudapatria con sus síntomas de senectud prematura.

Nada más novedoso que unas viejas revistas, y para mí ha sido un hallazgo el donativo de mi proveedor, René. La próxima vez te contaré algo de un personaje que también aparece en esas amarillentas páginas: Toynbee. ¿Sabías de él? Historiador inglés y que coincidentemente se dedicó al humano asunto del envejecimiento de las llamadas “civilizaciones”. Ya te contaré de cómo él percibía ese síntoma repetitivo de las “civilizaciones triunfadoras” que se desfundan porque olvidan lo sustancial y se dedican a las vacuidades. Revistas viejas en donde aparece radiante nuestra moderna madrepatria, triunfadora indudable del siglo a punto de acabar, y en la que no poco pensaba a larga distancia –entonces– Arnold J. Toynbee.

Pareciera que es casi delito envejecer, no así los intentos ridículos por derrotar al calendario. Mira, yo prefiero la vejez digna y laboriosa de mis padres a la brutal caricatura de La Doña –obra siniestra de la ingeniería de la restauración–, cuyas manos crispadas y entumecidas muestran, sí, el peso del mismísimo Calendario Azteca. Y en ese depósito de vejestorios madinusa en que se ha convertido Chapala, puedes ver la forma en que la gringuitud se opone a la viejitud natural y obra del tiempo: restiramientos que casi impiden parpadear; coloretes que de ninguna manera devuelven la tersura a pieles afectadas por la violenta ley de la gravedad ¡universal! ¿Por qué el ‘modus vivendi’ colectivo no confiere el elemental derecho a envejecer con dignidad? Si lo averiguas me lo dices.

Táte bien, y luego… te busco.

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